
Con el imperio de lo digital comprendemos que un texto no está nunca fijo y es susceptible de constantes variaciones, supresiones o adiciones según lo demande la carrera por seguir no sólo al hecho en sí, sino al caudal de sus repercusiones. Todo o casi todo, reviste el carácter transitorio de urgente.
La publicidad, el compromiso y los engranajes automatizados de "la agenda" reducen los espacios en el papel; "el tetris" informativo nunca para en la red, y en pocos segundos la nota que encabezaba la edición puede quedar reducida con buena fortuna a un recuadrito abajo, en una esquina. La calidad de los textos también se reduce: a su efectividad estricta dentro de lo "informativo", sin concesiones a miradas más amplias.
Redactores y lectores renuevan de forma constante este vaciarse y llenarse de una parcela del presente sólo habitable a costa de excesivas dosis de superficialidad y olvido. Finalmente arrojados o auto-arrojados de ese mundo, nómades, peregrinos... nuestra naturaleza termina por imponerse y elegimos. Nos exiliamos y exorcizamos de la tormenta de informaciones. O, al menos, eso pretendemos de vez en cuando que hacemos para observar con mirada propia, desde y en nosotros mismos, y a la distancia.
La buena noticia es que hay notas que uno aún puede llevar en ese exilio y compatibilizar con ese exorcismo. Hay textos que de tan buenos, de tan justos, de tan precisos en el mejor de los sentidos, no entran dentro de la picadora del olvido, no reaccionan al "suprimir" ni al "delete". Como una pintura, una melodía, una escultura o una fotografía bien logradas, pertenecen a la memoria, se actualizan quedándose. Se hacen parte de nuestras elecciones más o menos permanentes. Me agrada pensar que se trata de ese terreno único entre mar y playa donde reluce el periodismo como arte. Donde una historia se hace joya y un pedazo de tiempo madera noble bajo el formón de las palabras.
A ese oficio de escritura pertenece esta crónica del gran periodista Jorge Göttling, ya fallecido, que para mi es de las mejores que leí, un verdadero modelo. Por cosas así el periodismo supo enamorarme.
Göttling trabajó más de 30 años en el diario Clarín y recibió numerosas distinciones en el país y el extranjero. La temas y la forma de contar de Göttiling se condensaron en pequeñas estampas de la ciudad y sus personajes, esas columnas que sabiamente se titularon como "Miradas" en la sección Sociedad. Digo sabiamente porque creo que allí radica su potencial para sostenerse ante el gran titular: frente a lo que demanda desplazamiento y ejercicio permanente del olvido surge la invitación, sencilla y contundente, a saber mirar. Entre las palabras de Göttling, entre lo que Göttling cuenta, es cómodo y fácil habitar.
Dijimos que pocas cosas se releen en un diario. Lo de este maestro del periodismo tiene un doble valor: se relee pero no por necesidad de archivo como es usual, sino por algo mucho más extraño en este oficio que alguien por ahí se animó a describir como "literatura bajo presión" para señalar su debilidad pero también la vastedad de posibilidades: las crónicas de Göttling sobreviven en el disfrute, el disfrute imperdible que sólo se da cuando el saber mirar es convocado por el saber contar. En eso consiste el misterio del periodismo que no caduca, que late, que inspira entre tanta inmediatez mecánica. En muy probable que entre el pelotón de teclados y pantallas que nunca se detienen en la redacciones de tanto en tanto aparezca un Göttling buscando un lector que se anime a mirar. Será una suerte. Las buenas historias, en textos buenos, siempre tienen algo de magia difícil de explicar.
J. M.
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La espera del ciruja de Plaza Francia
Por Jorge Göttling
Premio "Don Quijote" Rey de España 2004
"También él es un paisaje de la Ciudad. Con cada ocaso, con la casa puesta como un caracol, el hombre se ubica en el mismo banco de la Plaza Francia. Despliega despaciosamente sus pertenencias, comienza a construir su lecho.
Ocupará caprichosamente tres o cuatro metros cuadrados de la manzana más cara de Buenos Aires hasta que el sol despunte. Es difícil que alguien conozca su nombre, pero quien lo vio alguna vez, quien se tomó tiempo para descifrarlo, sabe que es un ciruja distinto. Tampoco nadie conoce su voz: no pide, no reclama, no protesta, no acepta.
Improvisa un colchón con trapos grises, ennegrecidos por la suciedad o por los años, sus frazadas son extendidas bolsas plásticas, también un cuero pesado e incoloro. No se echará hasta la medianoche. Ilumina su banco la tenue luz de una tulipa pública. Eso es su escritorio y —creemos— su sala de lectura. El hombre lee un diario con la mirada fija, sin lentes, adivinando la letra impresa, hasta que el sueño llegue en su auxilio.
Tiene ojos celestes, la sal del tiempo le oxidó la cara, le dejó estigmas, hinchado por el vino o los hidratos, manos que se prolongan en dedos amorcillados, con uñas largas y negras. Viste ropa ajada, que alguna vez estuvo de moda, como él. Coloca a su lado una casilla de madera, una cucha, que invariablemente portará cuando parta, al alba, rumbo al norte o al olvido.
Alguien arriesga una historia sobre este ícono de la decadencia. Alguna vez fue próspero, tuvo esposa, hijos amores tan furtivos como los sueños. Los hijos partieron, su perro se fue tras una perra y la mujer tras otro hombre. Pasó de la depresión a la locura, trató de refugiarse con sus hijos, pero no: nunca se sabe si falta una habitación o sobra un viejo. En orfandad, aprendió que la vida es una lata que hay que seguir abriendo. No hay revancha para los duros, tampoco la busca. Se oculta, entonces, en la diáfana Buenos Aires de afiche. Resignado ante la pérdida y el olvido, sólo ha guardado la casilla: él cree que su perro ha de volver".
(Publicada en Clarín el 27/6/04)
Fotografía en esta entrada: Ilustración Diario Clarín
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