Conjuro inesperado

Para A.G., mi amigo el doctor

¿Hay algo peor que la cuenta regresiva de las vacaciones? Sobre todo de unas vacaciones malgastadas, plenas de hartazgo. En fin, es lo que toca. No supe, no quise, o no se dio pasarlas de otra manera. El resultado es el mismo. Pero estos últimos días son los peores, se hace más patente el olor a quemado de los atardeceres, la vacilación de las mañanas, la humedad de las paredes, el pliegue rígido de los pantalones colgados y listos para el lunes.

Creí que rodearme de lecturas, actualizando las pendientes y comprando libros nuevos, sería suficiente para hamacarme cómodamente entre los días sin obligaciones, hasta que los horarios vinieran a reclamarme. Empezamos bárbaro, terminamos mirándonos (los libros y yo) sin ganas, yo de transportarme hacia alguna historia, sorprenderme con viejas y nuevas fórmulas, concentrarme en la seguidilla de letras; ellos (los libros) de abrirle la tapa y revelarle algo a semejante individuo inapetente y malhumorado. Me abandonaron al hastío. Los declaré prescindibles. Para achicar la angustia, fui y me compré dos remeras de las que estuve arrepentido apenas llegue a casa. Y salí a tomar algo por ahí con un conocido, al que me puse a joder pinchándolo como pickle y yo que él la próxima vez me revoleo a la cabeza la agenda llena.

"No seas más su amigo", solía recomendar mi simpática tía a mis amistades de adolescencia, siempre con ese incomprensible deseo familiar de favorecerme que le salía invariablemente en contra. Ya que conocía mi intimidad se sentía en la obligación de advertirles, sobre todo si se trataba de no quedar mal ella. Mientras escribo, empiezo a reírme para dentro, porque me estoy acordando de un anécdota que si no cuento aquí, dónde.

De vez en cuando, después de vueltear un rato a la noche por el barrio de "los putos" buscando cruzarnos con chicas en la vereda (paradoja que explicaremos otro día), por lo general terminábamos con unos amigos yendo al departamento de la tía con la que me críe y que siempre tenía algo fresco para convidarnos -que tomábamos asomados al balcón- y algunos pesitos como para ponerle nafta al auto o ir a un bar en el centro. Mi tía, una juvenil anciana, apreciaba mucho a dos de mis amigos, los de siempre, que se transformaron casi en los únicos con el tiempo: los hermanos G. De ellos, el menor, A., era y todavía es mi mejor amigo. Por éste tenía mi tía si no predilección, al menos especiales miramientos, ya que era más aplicado en los estudios, más cuidadoso en el trato y el vestir, que su hermano. "Qué buen chico este A." era una frase corriente en labios de mi tía, quien no perdía oportunidad de ponderarlo y recibir su visita como la de alguien muy importante para la casa. Con el tiempo, su estima se vería confirmada y satisfecha al saber que el buen chico finalmente era también médico.

Una noche caímos al departamento de la tía, abrí la puerta sin tocar y la encontré como solía estar los sábados, sola frente al televisor, sentada a la pequeña mesa de la cocina, sin su marido (el tío escapaba casi todos los fines de semana). Se sorprendió al verme. Y más cuando le anuncié que estaba con A., que pasábamos un rato. La tía estaba sola, muy sola. Algo extraño, me miraba fijo con los ojos muy grandes. A. saludó con su habitual cortesía, y los dos nos sentamos en la pequeña cocina, mínima cocina con la que cuentan esos monoblock. De pronto, en silencio, la información fue llegando. Había olor, mucho olor, nauseabundo olor. Y yo no tuve mejor idea que decirlo naturalmente: "Qué olor", como quien empieza una charla al estilo: "Está linda la noche, eh". A. sólo atinó a bajar los ojos y apretar los labios, con sus elegantes manos entrelazadas, como si fuera un monje. La tía se levantó de un salto, dio un manotazo en la cocina con "el trapo" -su infaltable repasador barato- y exclamó: "cuándo no él haciendo estas cosas, ni respeto por los amigos tiene". Yo no entendía muy bien. Observaba alternativamente: a ella, que rauda se dirigía hacia el ventanal que daba al balcón, levantaba la pesada persiana, y abría de par en par las puertas, luego hacía lo mismo con las restantes ventanas del departamento, machacando: "es el colmo, el colmo", y A. que se había puesto de pie y ofrecía amablemente su ayuda, pero no sólo eso, sino que con una sonrisa tampoco dejaba de decir: "sí, tía, tiene razón, es el colmo". No podía ser. ¿Cómo se aclaraba esto? Empecé a reírme, a reírme de la actitud de mi tía, y la de mi amigo, y esa confusión que no parecía tan confusión. Mientras me salía fuerte la carcajada intenté una defensa: "Pero, tía...". La tía, indignada, de veras indignada, me cortó en seco, dándome la espalda, mientras colgaba su encorvado cuerpo del brazo de A. y se iban al balcón: "Nada. Encima, este sucio, se ríe", comentó. A esa altura, las risotadas incontrolables no me daban opción y me colocaban irrevocable el cartelito de culpable. Y entonces fue cuando lanzó aquella frase con la que me cargarían en cada ocasión que se presentara. Dirigiéndose a A., que parecía que se inclinaba atento para escucharla, pero en realidad se retorcía aguantando la risa que le saltaba por los ojos, mi querida tía lo exhortó: "Yo que vos, no soy más su amigo. Cómo tener de amigos a tipos como éste.".

La sentencia parece haber quedado grabada en algún lugar del mural del universo. Lo demuestran la exigüa cantidad de amigos que conforman las estadísticas a lo largo de mi vida, una especie de sistema binario contra el que estrella su cabeza, como con un techo bajito, cualquier expectativa social despistada que crece demasiado. Y a lo que se contrapone el constante estiramiento de los anaqueles de mi biblioteca. Románticamente -o pelotudamente, para muchos es lo mismo- hubo un tiempo en que, mirando a las garzas que en invierno ocupaban uno de los árboles de la Plaza Nueva, pensaba que tarde o temprano aparecerían los amigos en los que se reconocerían mis ímpetus sociales, la bandada siempre dispuesta a burlar los cerrojos de mi aislamiento, el excesivo trato con los libros y los desvaríos internos. Una imagen que no descarto inspirada por la lectura temprana de "Juan Salvador Gaviota" (cuándo no otra referencia libresca). Pero bueno, dramatizando una condición más que generalizada, podríamos decir que el mundo se ha empeñado en contradecirme. Después de tantos años, mi ilusionado ánimo social es todavía una bicicleta con la ruedas demasiado nuevas. Cómo será que hasta las garzas de la plaza han dejado de venir.

El señor de Montaigne, eximio precursor allá por el lejanísimo 1589 en esto que hoy, acaso con menos arte, abunda en tanto blog, facebook, etcétera, esto de "pintarse a sí mismo" de modo "privado y doméstico", hacer de uno mismo el tema del discurso; no obstante tener a los libros como "la mejor munición que pueda encontrarse para el humano viaje", no dejaba de advertir que "nuestra principal inteligencia consiste en saber aplicarse a diversos usos.(...) Sí dependiese de mí el ordenarme a mi modo -explica la ondulante, y no menos precisa, voz del genio francés-, no me adscribiría a forma alguna, pues que la vida es movimiento desigual, irregular y multiforme. No es amigo, y menos señor de sí mismo, quien a sí mismo se esclaviza, quien se sigue incesantemente, quien se ajusta con firmeza a sus inclinaciones, sin nunca torcerlas ni desviarlas".

Consejo que me parece muy lúcido. Proviene, además, de quien supo consagrarse al estudio y la lectura, pero se reconoció esencialmente como un ser "apto para la sociedad y la amistad". A esta última no dejó de dedicarle elogiosos pensamientos, distinguiendo siempre que la amistad "es bestia de compañía, no de rebaño". Respecto a los libros, tuvo claro, más allá de su valor, que era mejor aceptar "cualquier otra diversión por ligera que sea", ya que al dichoso poseedor de una biblioteca "la libresca nunca falta". (Esto también lo comparto, tampoco tengo problemas en dejar de lado los libros a la primera alternativa, y, sin embargo, los sigo acumulado, seguro de su necesidad para mi vida).

Montaigne tiene un suculento ensayo en el que relata sus "tres ocupaciones favoritas y particulares": el trato de los hombres "honrados e inteligentes", de las mujeres "bellas y honestas" y el de los libros. Como no podía ser de otra manera, cedo a la tentación de extraer un poco de lo que dice sobre el contacto con las mujeres, de las que considera "existen tan pocas totalmente feas, como aquellas totalmente hermosas". Al tiempo que recomienda mantenerse en guardia, afirma que "es locura adscribir al comercio de las mujeres todos nuestros pensamientos con afición furiosa e indiscreta. Por otra parte, acudir a él sin amor, ni obligación de voluntad, como quien ejerce un papel en una comedia, procura más seguridad, pero menos satisfacción, al modo de lo que ocurriría a quien abandonase su honor, placer y provecho por temor al peligro. Quienes así obran no deben esperar fruto alguno satisfactorio para un alma buena. Es menester desear lo que se quiere gozar a sabiendas". Este Montaigne había sido groso de veras, o al menos, se entretenía pareciéndolo, poniéndose así en escena, como todos. La sinceridad que podemos es siempre relativa. Somos jodida y radiantemente contradictorios, Mario Benedetti dixit.

Sin desviarnos más del tema ni abundar en el asunto, quiero aclarar que no le estoy echando la culpa a mi pobre tía, maldición mediante, de mi escaso éxito en rodearme de hombres honrados e inteligentes y mujeres bellas y honestas, y mi voluble afición por los libros, siempre dispuesta a entregarse como una fiera de corazón de tierno que al momento que tiene que mostrar los dientes, lengüetea babeándose, pero que al final es lo único que me queda como más constante, como margen al que consigo aferrarme, como gusto trocado en imposición de mi circunstancia que resulta en apasionado oficio de palabras.

"Pasión" no por nada encierra las acepciones de preferencia y padecimiento, no en el sentido de una especie de masoquismo -por eso remarco la "y" que distancia, separa- sino de "dejarse determinar por", de disposición y determinación. Los griegos ya sostenían que esta posición pasiva en apariencia encierra no sólo la presión o perturbación ejercida desde afuera, sino también la alteración interna, la potencia. Desde el techo, en paracaídas para asistirme como siempre que no consigo rematar una idea, cae otra cita, aquella repetida frase de Truman Capote: "Cuando Dios nos ofrece un don, al mismo tiempo nos entrega un látigo, y éste sólo tiene por finalidad la autoflagelación". Mierda, salir con esto me trae la mirada atónita de esa novia a la que intenté explicarle sobre el daimon literario y mi daimon en particular. Chan. Ella fue responsable, ella preguntó qué carajo me pasaba.

Además, aquél "no seas más su amigo" no tuvo ningún efecto, A. sigue siendo mi mejor amigo a través de tantos años. En la actualidad nos separan muchos kilómetros, pero la complicidad continúa intacta, a pesar de que nunca le perdoné haberse puesto de parte de mi tía esa noche, traicionándome y alimentando mi sensación de que vivimos expuestos a las acusaciones más insignificantes y también a las más letales, muchas veces sin que podamos ni siquiera defendernos, y sin desentrañar sus impenetrables y complejas consecuencias. Las cosas más dispares pueden ser y basta sólo con levantar los párpados una mañana.

Mi tía se puso aún más vieja y perdió la memoria. Quedamos A. y yo para recordar cosas como ésta (lo digo porque él también de vez en cuando escribe). Para conjurar la terrible soledad y el mal humor no menos intratable. Y hasta las maldiciones de los parientes. Para poblar de sentidos la ausencia y darle consistencia al inflable de colores sobre el que estamos. Para sacar una patas de pato, de rana, de dibujito animado, de payaso, o unas piernas hermosas de mujer, robustas de ciclista, incansables, con espinas, barro y hojas de mochilero, estilizadas de bailarín de tap, en lugar de las raquíticas y amarillentas, muy juntas e inmóviles, que salen de la pollera gris nunca demasiado larga del tedio. Y de las piernas sombrías de su hermano mayor, parado al lado, poniéndole la anillada mano sobre el hombro amarronado, gigante de traje imperturbable, rostro planchado y húmedo cabello: el luto. Prolijo perro. Más vale que ninguno de ellos hable, que no despeguen los labios encogidos en línea recta. Para decir Nada.

Acaso ese sea el propósito de todo y de todos, por unos caminos más acertados y llevaderos, o por otros menos afortunados y pantanosos. También de los que creen hablar por boca de esos monstruos fraternos, sin saber lo que están diciendo. Siempre el conjuro, elaborado o inesperado, porque siempre, o casi siempre, hay algo peor: nuestro nombre pronunciado en forma definitiva por el luto o el tedio. Su remedo de memoria. Su musgoso verbo. Su dentadura oscura. Visto así, mis fallidas vacaciones no resultan tan fallidas, ni mi soledad tan extrema, ni el silencio tan silencio. Y el hastío que sostuve al comienzo es sólo una palabra más, próxima a hartazgo, pero también a seguir viviendo. Antes de la autocompasión, comprenderlo: aún en un velorio la ventaja la siguen teniendo aquellos para los que todavía es posible pasar a otras habitaciones.


Fotografía y retrato: autores desconocidos - Fuente: Internet

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