Crónica o réquiem para una cigarra

Un coyuyo murió esta tarde luego de ser sorpresivamente atacado por un gorrión en las afueras de la ciudad, el cual sólo vio en él un suculento alimento.

El hecho, que aún no mereció la atención de las autoridades policiales locales, ocurrió en un campo que bordea una de las rutas de acceso, bajo el tórrido sol de la siesta riojana, a pocos metros de un sobrio algarrobo y sobre un pequeño montículo de polvo que sobresale entre las matas espinosas del lugar. Con ligeros picotazos, uno tras otro, en un par de minutos el depredador dejó inerte a su víctima, lo que le permitió atravesarla para poder levantarla en el pico y escapar volando raudamente, evitando tener que dar explicaciones ante la conmoción de los circunstanciales testigos y la codiciosa mirada de sus congéneres, que ya se aprestaban a disputarle la presa.

El crimen (en la acepción llana que refiere a la acción que ocasiona un daño a algo o alguien, ya que bibliotecas y foros disputan acerca de la imputabilidad de este tipo de incidentes) fue advertido debido a la decidida resistencia que mostró el insecto a pesar de la evidente desventaja en la que se encontraba una vez arrancado de las ramas, desbaratado el sutil camuflaje (única defensa de la que fue dotada la especie llegada a la edad adulta) y arrojado al suelo, puesto de espaldas, la barriga al descubierto. A pesar de contar con aguerridas patas, éstas resultan inútiles para detener las pinzas rígidas y en punta con las que se abalanzan pájaros como los gorriones, que suman a esta característica generalizada la de poseer una actitud audaz, obstinada, astuta, producto de su ancestral permanencia en las ciudades, verdaderos piratas del asfalto, niños terribles, "barrita" de la siesta, negación de las mascotas, únicamente domesticables para la travesura urbana, de la que son emblema.

Sin embargo, la oposición del coyuyo al incontenible ataque y su fatal desenlance revertió de algún modo su derrota y, de los dos contendientes, lo hizo simbólicamente el más grande, le otorgó una victoria moral sobre las impasibles leyes naturales de la cadena alimentaria. Es que en ningún momento, hasta la estocada final, y a pesar de recibir un picotazo tras otro, el hermano mayor de las chicharras, este pequeño monstruo verdinegro de ojos grandes y separados, recubierto por alas transparentes, largas y venosas -casi como dos hojas petrificadas que, secas durante tantísimos años, se volvieron translúcidas, vidriosas, inflexibles-, dejó de emitir su canto peculiar, ése que por estos lares acompaña la ansiada llegada de las fiestas navideñas y le pone un toque de nostalgia a la despedida de otro año que se va.

Quienes pudieron presenciar la desigual contienda aseguraron al cronista que mientras el pájaro bajaba con violencia su cabeza, el coyuyo parecía gritarle a la cara, no con la desesperación típica del que busca escabullirse por escándalo de una muerte segura, sino como aquel que parte como vino, que aprovecha hasta el último segundo para explotar o sostener su don y blandir su condena, parejito porque no puede ser otro y, en este caso, no sabe otra cosa que cantar. Gritar o cantar con todo el ser de cara a la muerte tiene su mérito, al menos, nos otorga un final honroso, un nocaut digno, la belleza valiente y gratuita que encierra la gestación de un fugaz presente surcando la voracidad descomunal del caos y su trasfondo: el completo vacío.

Gritar o cantar puteadas o melodías al enfrentar lo que atenaza y corta, sea uno coyuyo o Beethoven; sumar aunque sea un segundo a esa eternidad que se prolonga hendiendo el rostro imperturbable, única eternidad posible constantemente en puja, constituída por múltiples fragmentos en mosaico sobre la nada. Acaso nos engañamos, acaso ni lo pensamos, pero vivimos para hablarle, gesticularle a ese rostro, más allá de que exista o no la esperanza de que alguna vez entienda y, en el más leve movimiento, un haz de revoluciones transforme amplias regiones, todo, en vida. Allí la extensión íntegra de nuestro infierno, purgatorio y paraíso. Y el lugar que nos toca.

Cantó el insecto de forma cada vez más tenue y ronca, ante el movimiento de cabeza aleccionador de las hormigas y la violencia acelerada del ave, que quería irse de ahí cuanto antes. Cuando todo terminó, y el gorrión levantó vuelo con su bocado (la pelea fue entre dos machos, uno que cantaba para atraer a su hembra e iniciar un nuevo ciclo en los algarrobos reverdecidos por las raras lluvias de los últimos días; otro que volvía a su nido con el arduo alimento que exigen sus crías, que seguirán poblando lo humano a vuelos rasantes y pequeños saltos, cumpliendo o simulando cumplir aquella antigua misión que se les encomendó al ser introducidos en las ciudades de América: controlar las plagas), hubo unos largos segundos de silencio en el terreno. Y de pronto, desde distintos puntos, multiplicado entre las ramas y hojas de los árboles, al unísono y escondido en el calor de la siesta, volvió a estallar el canto de los coyuyos. El canto de muchos, más alto, firme y renovado. Una despedida. Una protesta. Una afirmación irrebatible. Como impulsados a volver en sí con un chasquido de dedos, según afirmaron, los testigos consultados siguieron caminando y abandonaron el escenario donde se produjo el suceso.

Fuentes cercanas al gremio de los coyuyos sostuvieron ante este medio que en los próximos días analizarán la situación y podrían adoptar medidas de fuerza para repudiar la muerte del brioso compañero y exigir una tregua a los aprovechados gorriones. Destacaron que es tiempo de fiestas y que ellos son componentes esenciales, aunque algo olvidados -como muchos otros ritos y tradiciones-, del espíritu navideño regional (si bien reconocieron que su canto tiene como principal propósito ganarse a las hembras, quien no). De no llegar a un acuerdo que les garantice cierta protección, el gremio de estos insectos incluido dentro de la federación general de las cigarras amenaza con no volver por estos lados, haciendo cesar un aspecto pintoresco de la Navidad riojana.

"Si bien ahora mucho no se nos escucha, por tener todos la cabeza y el bolsillo con el aguinaldo metidos en el comercio y el consumismo, ya se notará nuestra ausencia, con silencio total al amanecer y por la tarde", advirtió un delegado. No obstante, no faltan quienes relativizan esta especie de ultimátum, dicen que es cosa de niños creer que los coyuyos llegan para las fiestas y después se van para otra parte, regresando recién al año siguiente, como si fueran convocados para esta ocasión especial. En realidad -afirman- los coyuyos jamás se van, los huevos quedan en la corteza de los árboles, luego caen en estado de ninfas al suelo y cavan hasta las raíces; allí pasan años, hasta volver más grandes a la superficie para la última metamorfosis: al dejar su rudo cuerpo anterior, jóvenes y esbeltos cuentan ahora con sus alas, todavía tenuemente verdes y blandas. Comienza entonces el verano, el canto, el apareamiento, las borracheras de savia,... y sí, la muerte. Pero los coyuyos siempre están. Son parte indivisible del árbol, desde la raíz a la copa.


Fotografía: autor desconocido - Fuente: Internet

1 comentario:

  1. Nadie notara la ausencia de un coyuyo menos. Pero quien le quita lo cantado?!

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