Cuento largo sólo para un día de lluvia

Ando por archivar definitivamente mi compu vieja, así que me puse a sacarle todo lo que tuviera algún valor y valiera la pena. Así fue viene a dar con este cuento, escrito hace ya bastantes, bastantes años, cuando cursaba Letras, obligado a hacer una tarea. Entonces, con toda caradurez -confieso-, me paré frente a la clase y bromeé: "Señores, les presento este primer capítulo de mi autobiografía, que pronto saldrá a la venta, titulada: 'El corazón de piedra pomez' (risas entre las chicas ilustradas por una buena biblioteca, en ese entonces era lectura obligatoria un mamotreto de más de mil páginas que se llamaba 'El corazón de piedra verde'. Ante mi auditorio, colorado, seguro me puse colorado (no puedo evitarlo, mierda) expliqué: "porque como la piedra pomez, mi corazón ha sido usado no pocas veces para suavizar las asperezas de alguna vida femenina, que luego, muy bonita, se iba con otro dejándome en un rincón del lavabo, junto a la esponja, algún trapo viejo y la maquinita de afeitar. Desolado, mis poros parece haberse cerrado, mi existencia se ha vuelto descolorida y seca, quien me piensa blando descubre al acercarse mi dureza. Ah, pero no pierdo mis propiedades, y más y peores asperezas lijo cuando llega la próxima". Buen discurso, que me salió porque no fue la que compañera que me gustaba (inteligentísima, cruel y bella), lo cual desde otro punto me decepcionó, ya que me había pasado la noche escribiendo el cuento pensando sólo en impresionarla.


La profesora era una mujer que de veras me estimaba, entre los varones era el que más vocación parecía tener y le encantaba saber de mi pasión por la lectura. Pobre, qué desilusión habrá sentido cuando al segundo año salí huyendo de aquellas aulas, llevándome mi libretita con anotaciones de escritor y sin entender que la literatura, tal como yo la concebía y la amaba, vinculada al placer y la felicidad, pudiera ser enclaustrada de modo tan triste, transformada en una operación disecadora, más aburrida que chupar un pelón de fruta seca, y menos libre que marcador de punta en ojotas (a propósito, un amigo futbolero me acota la máxima de una estrella del Barcelona, Carles Puyol: "un defensor nunca debe reírse, porque lo tienen que respetar", dicho esto con cara de Terminator 1, 2, 3 y 4. Bueno, lo mismo sentía que pensaban con respecto a la literatura gran parte de los docentes que me tocaron. Y me lo advirtieron: "acá se viene a formarse para enseñar Literatura, con mayúsculas, no para ser escritor". Ah, no?, tomo nota, adiós.

Lo cierto es que antes me mandé este cuentito que anuncié, como dije, como el capítulo I de mi autobiografía y de qué otra forma podía comenzar eso que hablando de los amores perdidos. En esa época, y por ahí, de ratos, todavía ahora, pensaba que la vida de una persona bien puede resumirse en su trayectoria amorosa. Al fin y al cabo, qué es lo que uno más recuerda si mira atrás? Sus jornadas laborales? Las comidas que probó, las casas en las que vivió? Las cuentas bancarias que tuvo, las macanas que se mandó? Y si uno mira hacia delante, que es lo que más lo convoca o puede preocuparle? Las profecías mayas para el 2012? El reparto de bolsones por las elecciones? Los aplausos que todavía no recibió? Descubrirse canas y decirse: "bueno, pero he amado y me amaron" o "te estás poniendo un viejo choto y todavía no encontraste a la mujer, dale nomás con el Viagra", es todo una misma cosa. La capacidad de amar, los vínculos que arriesgamos, nuestras historias de amor, nos definen. No sé de donde saqué que un famoso escritor eligió esta frase para su lápida: "Que se diga de mí que alguna vez en vida tuve, al menos, una pelea de amor". Capaz que lo mató la mujer de un escobazo por hinchar las pelotas escribiendo y no sacar la basura, pero esa es otra historia.


Llueve afuera, hace un día especial para... Pero estoy bien, todo está bien en mi muuundo, como dice Nacha Guevara. Y si uno no se desliza por la pendiente del abrazo, debe dejarse llevar por la correntada de la nostalgia. Que en esos extremos gusta moverse el sentimentalismo humano cuando las nubes tapan la montaña, las plantas se ponen bien verdes, corre brisa fresca que entra por la ventana, y la calle se humedece y refleja la luz tenue. Así que revolviendo los archivos de mi compu vieja, resucito este primer cuento con ribetes autobiográficos de una serie que nunca terminó de escribirse, porque los amores perdidos tienen eso, que si uno los cuenta parecen insignificantes, y los otros nos miran sin que se les conmueva un pelo, mientras esperan la parte importante:"¿ pero tuviste o no tuviste sexo?". Son amores perdidos, boludo, no muescas en la escopeta de caza! Pero anda a que te entiendan. Sin embargo, acá está, porque llueve, hace frío, me ayuda a recordarme mientras me rio, y no vaya a ser que se pierda (el cuento y la posibilidad de reírme de mí mismo). Y al final, desocupado y por demás incierto lector, porque se me da la reverenda gana.

AMORES PERDIDOS (I)

No sé qué leí por ahí -últimamente todo tiene su ficha bibliográfica- que me hizo recordar a mi primera novia. Siempre hay una buena excusa para desandar esos caminos, al principio con la nostalgia de quien sonríe y gusta hacer sonreír con su propia melancolía; ahora, debo reconocerlo, como un tema salvador para aprobar los trabajos prácticos. El caso es que aquí está, una vez más, la historia de ésa que se llamaba Silvia, la flaca escopeta, la calavera con rueditas, la adorada rebelde traicionera que me tendió la primera trampa.

Tenía yo entonces cerca de once años, largos antecedentes de amores frustrados encima (desde jardín de infantes), claro que en el plano platónico, porque me gustaba amar siempre y fuerte, pero de lejos, sin demasiados riesgos -sólo la añoranza-, sin que ninguna llegará a adivinar siquiera lo que se perdía, cosa que con el tiempo mis sentimientos no se fueran amortizando y mi valuación creciera en el mercado. Mentira, soñaba demasiado, idealizaba otro poco, me ponía rojo y por lo general huía, me hacía el duro y con sigilo me daba, yo mismo, la patada que seguro me darían. El sistema me venía resultando, cada año (a veces cada trimestre) un amor diferente para el pendejo hedónico y masoquista.

Hasta que me arrinconó la Silvia, en el parquecito donde los del edificio estacionaban los autos. Debajo de unos árboles raros, de ramas tortuosas y grandes hojas muy duras y sucias. Para facilitarme las cosas me propuso dibujar un corazón en la arena con un largo palo que encontró por ahí o ya tenía preparado y poner adentro con letra gigante sólo Sí o No, si la quería o no la quería, obviamente. Lo hizo ella primero, enseñándome. Puso, ustedes ya lo suponen, que sí, un sí bien grandote. Y yo le seguí el ejemplo. Porque la Silvia, de todas era la menos niña, y yo ya era todo un hombre.

Nos separamos sin besarnos, ni nada. Lo que fue un alivio porque mis hermanas hace días que habían escondido la muñeca con la que practicaba. Su madre la llamaba, gritándole desde uno de los balcones. Apurada, "nos vemos a la noche" me dijo, y yo me quedé sentado en la vereda, mirando los corazones, sintiendo al mío calmar de a poco su galope, agarrándome la cabeza sin saber muy bien lo que había hecho, confuso e inflándome de ansias con ese "nos vemos a la noche".

Lugar y tiempo precisos otorgan verosimilitud a un relato. El lugar ya lo dije. Eso sucedió al mediodía. Era a comer que la llamaba la madre. Yo subí a mi casa (en el monoblock de enfrente) después de un rato, pero no pude pasar bocado. Vamos a lo importante; pasó la siesta, llegó la tarde, el sol ya se había ocultado cuando desde mi balcón la vi salir con el cochecito en el que paseaba al hermanito, un bebito chillón y rechoncho, nada que ver con ella, filosa y calma. Podía decirse que la noche había comenzado, así que bajé de a tres en tres las escaleras para alcanzarla antes de que se alejara de la puerta.

- Larga ese niño, que ahora tenés novio. –fue lo primero que le dije, mientras me acercaba, con la voz y la actitud más recia que pude encontrarme- Tenés que atenderme, me prometiste...

Sí, ya sé, qué personaje.

- Después... –fue toda la respuesta. Seca y mirándome apenas. Le hacía monerías al nene y acomodaba una colchita.

- Cómo 'después'... Mirá que yo no puedo perder el tiempo –Amenacé, excediéndome en la actuación, ya sin retorno, como siempre que me llevan la contra.

La verdad es que yo me había esmerado en el arreglo, había dejado por primera vez colgados a los muchachos, que jugaban el partidito de siempre en una de las calles de la plazoleta, había aguantado con estoicismo esa misma tarde la mirada de sus amiguitas en el almacén (seguramente ya enteradas), examinándome como a un escarabajo. Es decir, creo, que merecía un poquito más.

- No me dejés aquí, te aviso – apreté un poquito más con rudeza.

A la flaca no le gustó nada. Se me quedó mirando, con los ojos saltones, saltones o de asalto (depende, todo depende). Esto lo había pensado esa misma siesta en el balcón, retrucando mental -y románticamente- una de las objeciones que entre los varones se le hacían a la flaca. Aún así, enojada, roja como los carpinteros que tan bien le quedaban, el axioma seguía manteniéndose: sus ojos robaban el alma. Pero, lo cierto, es que en ese tenso momento pensé: ahora me salta, me salta encima y me mata. Estuve a punto de sonreír, aguanté. Menos mal que unos segundos después me quitó la mirada aplastante, requerida por el oportuno y agudo llamado del dulce vástago redentor.

Con la cabeza metida en el cochecito, escuché que me decía, como sin ganas:

- Después... O vení conmigo a pasearlo a Lucas, si querés.

¿QUÉ? ¿Yo paseando un bebé en cochecito, con la flamante novia, por todo el barrio? La burla que me harían los changos, que si me perdonaban la traición era sólo para que luego les contara lo que se hacía en el oscurito, y que yo (había mentido) dominaba. La comidilla que se harían las vecinas, y hasta los vecinos, chanceando con el nuevo rol del Javiercito: "Vení, viejo, mirá que rápido va la parejita". Además, la invitación me sonó demasiado inocente, y cómo es prudente que suceda cuando las mujeres proponen demasiado inocentemente, se encendieron al mismo tiempo todas las alarmas ¿Y ésta que se cree? (triste, ya se había transformado en 'ésta') ¿No le basta con tenerme aquí como un idiota -me había sentado en la pequeña cerca que separaba un edificio de otro-, despojado del fútbol, de franco de mis importantísimas obligaciones como Jefe Supremo de la nutrida barra de los Monoblocks, vencedora gloriosa de la batalla de bombas de tierra, en permanente lucha revolucionaria contra el brazo sojuzgador de la barrita de los changos más grandes? Un Jefe no pasea chicos, y menos si son ajenos. Aparte, ¿qué me estará queriendo decir, que ideas se le pasan por la cabeza? ¿Vamos a empezar con la formalidad tan temprano, me exigiría ésta y otras ñoñerías como virtual preparación? ¿Será que se quiere casar, tener una familia, lograr me vaya olvidando del oscurito? Eso, ¿y el oscurito?...

La burla que me harían los muchachos. Un perrito faldero, eso es lo que quiere –me dije, casi en voz alta.

- ¡Muñequito de torta! –gritaron, justo, desde la plazoleta.

- Che, Silvia, ¿venís?

- Ya te dije... des-pu-és.

Y punto. No volvió a mirarme, ni hablarme. Ya estaba oscuro cuando comenzó a andar por la vereda, acompañada por un par de chiquillas, más chicas que ella, bien arregladitas, que me hacían mala cara. Una, dos, tres veces pasó frente a mí dando la vuelta a los edificios. Y yo la veía pasar, en silencio, levantando una ceja, luego la otra. No había caso. Luego juntando ambas en señal de enojo, de protesta. Tampoco. Volvía a pasar la Silvia cimbreándose, indiferente, echando el pelo hacia atrás, más femenina que nunca; haciéndole arrumacos al bebote, riéndose y mirándome de reojo. Más odiosa y más linda que nunca. Ya empezaba a odiarla, y a desearla, terriblemente. A amarla, un poco. Ay, flaca.

Los muchachos me encontraron todavía en la verjita a las 9 de la noche. Silvita un poco más lejos. A esa hora terminaban los partidos, no por cansancio, sino porque la luz del alumbrado público era poca. Comenzaban a adueñarse de la plazoleta parejitas de todas las edades, que elegían los bancos más apartados, la complicidad de los árboles, el generoso muro conmemorativo; sobre todo, la callecita con el foco roto y el montón de arbustos aromáticos.

Se acercaron en silencio, transpirados y en 'shores'. Todavía conservaban algo de respeto, me miraron, miraron al desentendido grupo de chicas, a una en especial, nada dijeron. Conservaban algo de respeto por mi investidura, aunque mi vestidura, los jean nuevos, la camisita a cuadros, el perfume Pibe's indisimulable, la gomina robada al tío, les encendía en los ojos lucecitas de picardía contenida.

Decidí sobrevivir, aferrarme a mi cargo, no decir nada de aquel grito, tomar al toro por las astas, dar una orden. Busqué entre todos a mi hermano, el más chico de la barra:

- Vas y le decís que si no viene, ya se olvide de esa tontería que me hizo hacer en el estacionamiento. –Y agregué con firmeza- Yo le avisé que no puedo perder el tiempo con niñitas.

El grupo abandonó el peligroso despunte de ironía por una expresión de apoyo e intriga. Mencionar lo del estacionamiento era realmente una crueldad, una cochinada. Ella pensaría que en esos momentos yo estaría revelando a los varones, como ella debería hacerlo con sus amigas, el secreto de su recurso solidario, espontáneo y sentimental para arrancarme el Sí. Porque ella se jugó con algo que a los demás parecería tonto y humillante. Pensaría eso y quizás por eso desesperada vendría; en definitiva, lo único que me importaba. Extorsionista despiadado, pero también ofendido, humillado, hundido de un puñetazo en los abismos de la frustración, no conforme con la amenaza, y por tirarle un hueso a la tropa con la que estaba en deuda y que ahora me bancaba, cedí a la bajeza de irles adelantando algo de todo aquello. Ella no podía escucharnos.

Regresó mi hermano e interrumpió el preludiar de mi tonito de superioridad ante las ridículas artes y artimañas femeninas. El corazón me golpeaba otra vez fuerte, me impedía hablar, como esa mañana.

- ¿Y?... –alcancé a preguntar, con la voz aflautada por el ruego.

- ¿Y?... –ya más seguro, tajante, indiferente.

Mi hermano, el Negro, miraba, alternativamente, desde su pequeña estatura fijo a mis ojos, y al resto de los chicos, dudando.

- Habla –ordené, sin levantarme y volviéndome de piedra.

- Dice... Dice que despacito y derechito, te podés ir a la mierda.

Rígido recibí la estocada. Sin mirar, ni siquiera una vez, al grupito creciente de chicas que ahora empezaban a rodearla, a ella y al cochecito, sin dejar que se me notaran en la cara, menos en la mirada, reflejos del alma descolocada por el cachetazo.

- Ajá... Así dice... –me mordía la parte interna del labio.

- Sí –respondió mi hermano, volviendo rápidamente a su lugar detrás de mis lugartenientes y hombres de confianza, concluida su misión de mensajero y con miedo a sufrir injustas represalias. Acaso con lástima, porque él sí me conocía.

Me levanté pausadamente del sitio donde había permanecido tanto tiempo -toda una infancia- sentado y empecé a caminar entre Víctor y Luisito, de perfil a todas partes, a un lugar, las manos apoyadas en el hombro de cada uno de ellos. Hice fuerza para hablar clarito, mientras nos alejábamos:

- Menos mal, muchachos. Si yo no la quería nada. Quien me manda meterme en esto. Demasiado flaca...

- Pura piel y huesos, nosotros te dijimos.

- Nosotros te dijimos, no ibas a apretar nada.

- Una tabla... jefe.

(Angelito Córdoba, fiel hasta la muerte, viniste a despedirte con lágrimas cuando lo trasladaron a tu viejo, que era militar).

No habían pasado 24 horas de mi primer noviazgo. La flaca Silvia, con la que nunca más nos dirigimos la palabra, se mudaría unos meses después a una provincia lejana. Yo volví a la mañana siguiente al estacionamiento. Quería ver si se habían borrado los dos corazones con un Sí grande en el centro.


Foto: autor desconocido - Fuente: Internet

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