El cobertor



Mi abuelo murió en su cama, mientras dormía junto a su esposa, como todas las noches de los muchos años compartidos. Se fue repentinamente, poco tiempo después de que le anunciaran la enfermedad y sin que los dolores, ni los tratamientos, llegaran a invadirlo por completo. Me contaron que su rostro reflejaba paz y que hasta se le adivinaba una sonrisa, ésa con la que me acarició tantas veces de niño dándome la bienvenida a su casa, punto de encuentro para tantos, mundo de la calidez y la fantasía, el hogar que había levantado con sus manos bajo la mirada soñadora de mi abuela. Supe entonces que ese hombre alto y flaco, silencioso, rugoso como la madera, había muerto de la mejor manera posible, que si hubiera podido elegir una partida no habría dudado: junto a ella, el amor de su vida, con la que tuvo siete hijos y se rodeó de nietos y amigos.

Siempre miré su relación como un romance eterno, mientras el mundo giraba a los tumbos y tironeos, entre los divorcios de unos, las amargas uniones de otros, el amor reducido a negocio, distancias y recelos, en esa casa de pájaros, plantas y brasero, mis abuelos permanecían recreando cada día los ritos con los que entretejieron un vínculo ejemplar. Fueron compañeros en todo, se cuidaban mutuamente, se entendían con la mirada, sabían hacerse reír uno al otro. Hasta cuando el silencio y la soledad vinieron a ampliar los espacios de la casa construída a lo largo, bastaba observarlos cada uno en sus quehaceres cotidianos para descubrir el brillante haz de luz que los unía, la presencia constante del otro en ese mundo elegido para ser en conjunto, el secreto regocijo de compartir la vida, sin teorías, sin interferencias de terceros, sin rebusques de ningún tipo. En definitiva, sin entenderla de otro modo que siendo a la par, que caminando sobre fundamentos de vida fusionados con el latir mismo del corazón.

Cuando no hubo más latidos para mi abuelo, mi abuela, la mujer de su vida, que ya sufría ciertos trastornos en su memoria y en sus huesos, se internó sin retorno en el túnel de la confusión y fue apagándose de a poco. En realidad, esperó un tiempo y después salió en su búsqueda, agotada su luz en el aislamiento incomprensible de su otra parte. Y es que en un principio, como si ella no lo supiera, hubo que mentirle que su esposo había viajado a otra provincia para curarse, pero los días se hicieron meses, y a la deriva entre la realidad, el recuerdo y el desconcierto, la angustia asentó su peso y no volvió a levantarse. "Después de tanto años, venir a hacerme esto...", se lamentaba últimamente, cuando le daban por enésima vez la falsa explicación del traslado, quién sabe, acaso siguiendo el juego de aquellos que, desesperados, sólo querían verla bien.

Finalmente, decidió viajar ella también y lo hizo en el mismo lecho sobre el que había partido su esposo. Pienso que es muy probable que despertaran otra vez juntos, que de nuevo hicieran coincidir sus espacios y tiempos en un mismo latido, un mismo amanecer, acaso más jóvenes, o tal vez no, (ellos siempre pudieron descubrirse igual, fueron cambiando juntos, que es una forma de permanecer mejor que cualquier receta de eternidad), pero ya sin los achaques de la vejez. Igual, como siempre, mi abuelo se levantaría primero, le prepararía el desayuno a ella y, de ser necesario, la ayudaría a bañarse.

Dejé de frecuentar a mis abuelos mucho antes de que fallecieran. Las noticias me las comunicaba mi madre, que atravesó la pérdida con valentía, pero sin poder evitar el tremendo desgarro. En mi última mudanza, el retorno a la vapuleada soledad, él, con su enérgica ternura; ella, con su entrega enamorada, volvieron a mí literalmente para cobijarme. Es que mi madre extendió sobre la cama ahora grande y sola un regalo inesperado: uno de los cobertores que mi abuela guardaba en un armario y que en algún momento recubrió su amoroso descanso juntos, sus sueños, sus pasiones, el lecho sobre el abolieron la separación y la ausencia, su vuelo eterno. Cuando quedé nuevamente solo, me senté en la cama, puse una mano sobre esa especie de escudo y de alfombra mágica. Pensé en mis abuelos.

Nada está perdido a la luz de los amores perdurables.


Pintura: autor desconocido - Fuente: Internet

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