Rostros de Dios

La verdad es que si Dios anda disfrazado de mendigo revolviendo con hambre los tachos de basura, o se esconde tras los ojos desesperados de una madre con el niño enfermo en los brazos, o cabe en la manita sucia que se estira sobre las mesas de un restaurante, o se sienta con el desocupado en el parque a pensar cómo volver a casa, o hace guiños desde la juvenil circunspección de un espíritu ya antiguo y quebrado... La verdad es que pasa desapercibido y la mayoría se cansó del juego. La señora se acercó, puso dos monedas y se quedó esperando, no que se abrieran los cielos, pero al menos algo especial, una señal. Recibió las gracias musitadas como un siga participando. Y ayer ni siquiera eso. Y anteayer sólo la muestra de un inconformismo indignante. Almita ingenua a pesar de los años. O demasiado asustada. El tele-bingo ofrece por un peso doble chance. Al final, Dios con sus juegos, cansa.

De ese cansancio, más o menos disimulado, surge la lucidez pasmosa y blanca, y se revela nuestra aptitud para la sociología. Entendemos lo que el profesor quería decir cuando hablaba de un conocimiento objetivo, lejos de emociones y deformadoras utopías. (- Su planteo, señor alumno, francamente no me interesa. Aquí tiene el listado con lo que necesita la persona actual para escapar del muladar del desuso. Las cosas no son así porque yo quiera...) Haberlo comprendido antes y no abandonar tan rápido clases tan provechosas. Lo comprobamos ahora. Ahora que podemos ver al mendigo, a la madre y su hijo, la manita, al desempleado y al "nuevo", realmente como son. Sin Dios que se esconda en ellos. Sin Dios ante el cual tener que disimular o cuidarse. Sin Dios escalofrío, sin Dios lastimoso, al volverles la espalda. Con Dios, pero fuera de juego.

Señores, hay que escapar, a cómo dé lugar, del muladar del desuso; y ellos no lo hicieron. ( - Y el niño... – Y dónde están sus padres. – Ay, qué mundo.) Menos mal que, en proporción limitada, y porque no podemos dejar de ser sensibles, cada tantos peatones, comensales, trepadores y parejas enamoradas, unos cuantos quebrantan, más o menos decididos, en nombre de la lástima y la humanidad, la asepsia del objetivismo. El gesto se aplaude desde diversas alturas, orgullo y calma de la sociedad. El paso siguiente, para la dama o el caballero ilustrado, es buscar en las librerías algunas máximas maquiavelistas adaptadas al mundo contemporáneo, o, mejor, al holgado universo de la oficina. Y no olvidar ponerlas junto a la Biblia.

Desde la cumbre misma de los escalones, un Dios lujoso e imponente, serio y sin juegos, alejado de deformadoras emociones y utopías, mira esto y aquello, mira al mendigo, a la madre y su hijo, la manita, al desempleado y al nuevo, los mira realmente como son, seres que no cumplieron el listado de condiciones. Lo dicen a coro millares de voces, sin intencionalidad particular, en la misma escalera con ese Dios, que no puede ser otra que la firme escalera de la pura verdad. Alguien pregunta por el niño, el que enfermo succiona los pechos secos, y el de las manitas sucias que ahora sacan a empujones del restaurante; y le responden "y dónde están los padres". Alguien entonces pregunta no sólo por los padres, sino también por el mendigo, por la madre, por el desocupado, por el nuevo, por... Y todo se cierra con un "ay, qué mundo", compungido y general. Una voz sobre todas las otras dice: " Las cosas no son así porque yo quiera..." Alguien comenta que esto quiere decir que el Dios del pináculo está satisfecho.

La verdad es que si Dios anda disfrazado, no puede culparnos. Al final, Dios con sus juegos, cansa. O será que al final nosotros nos cansamos de los juegos que le inventamos a Dios. Y entonces nos hacemos con una singular lucidez y sabiduría. Que acaso puede no ser la misma que la hasta aquí defectuosamente descripta. Resulta que a un costado, sin escaleras a la vista, Juan, Mariela, su hijo Pablo y Oscarcito, también Jorge y Federico, y otros más, se juntaron y en silencio, mientras todo iba pasando, como entre los seres humanos suelen pasar las cosas (- un gesto, una mirada, una mano que se apoya en el hombro, unas palabras...), invocaron al Dios que llora y sonríe enteramente en cada uno de ellos, y con ellos. Ni por encima, ni más allá. Despojados se revelaron, y Dios con ellos. Sin pruebas, sin juegos. Y acaso ni lo advirtieron, pero eso qué importa. Mientras en el vasto y macizo estrado del rango se intercambiaban documentos urgentes, con las palabras "seres humanos", y a veces hasta "Dios", en afligido tono paternalista; esto sucedía en el templo invisible de la solidaridad.

Foto: J. Heredia

Tiempo atrás un grupo de mujeres se encerró en los baños de la Casa de Gobierno riojana para reclamar una vivienda digna. Lo hicieron junto a sus pequeños hijos, que ajenos a la dramática situación se las arreglaron para continuar con sus juegos o dormir sobre el piso. No fue la primera ni la última vez que sucedió, dado el tremendo déficit habitacional por el que atraviesa la provincia.

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