Lenguas de fuego



La idea es más o menos esta: existen poemas, fragmentos, incluso obras completas que están destinadas a ser expresadas y reiteradas entre las irrefrenables páginas de los días que pasan por una voz particular, bajo una musicalidad única,en circunstancias personales que sólo pertenecen a una persona. Ésta sería, aún desconociéndolo ella misma, la guardadora de la voz de ese conjunto de signos y sentidos, donde el mismo se conserva y alcanza a culminarse tras ser liberado desde las profundidades de su autor. ¿Si no como se explicaría que un recitado de un desconocido o un artista diferente al autor nos conmueva más que la solemne lectura que escuchamos de este último?

A veces, qué desencanto... cuando creíamos hallar el origen de la cristalina fuente, su máxima pureza, resulta una canilla que gotea, o tose, ni siquiera un grifo dorado, sino de plástico y atado con alambre, y el chorrito de agua es bastante pobre y oscuro. Ojo, no me refiero al autor en sí mismo, a su biografía, su aspecto físico, su personalidad, el contexto, nada de eso... sino a la voz, la lectura en voz alta que nos comunica o intenta comunicarnos esa belleza entrevista y atrapada en la titubeante estructura de la obra, con elementos tan huidizos y cambiantes como las palabras (sustancia que fue así desde el principio y a la que nada puede achacarse al respecto). Entonces, predisponiéndose de modo especial, uno se dice: este es el tono, la cadencia original... pero por más empeño que pongamos y cerremos los ojos, aspirando profundo con el alma, de pronto nos sentimos incómodos, lo refulgente que queda en la red de nuestra atención es mínimo, se queda corto ante nuestra expectativa, alguien nos cambió el disco, nos bajó pícaramente el volumen o lo puso demasiado alto, hay cierto chirrido que nos obliga a salir de nuestra placentera postura para ir en busca de lo que ya sentíamos como próximo, propio, acabado, para encarar una labor de reconstrucción y reconocimiento que la mayoría deja a medias, incapaz de adherir la decepción y el esfuerzo al sentimiento pleno de gozo estético, quedándose con la versión interpretativa con la que se siente más a gusto, incluso la propia, hasta entonces subestimada por nuestra admiración por el autor.

Debo reconocerlo: me pasó desde temprano con Neruda, apenas llegó a mis manos una antología que agregaba unos casettes (¡que viejo estoy!) con lectura de poemas por parte del mismo Pablo; me pasó con Borges, apenas adquirí una enciclopedia digital con archivos sonoros (¡qué joven!) que recogían la voz de aquel hombre ciego que se abrió paso hacia el infinito guiado por la literatura. No me gustaron las lecturas de sus propias obras, procure que me gustaran (era Neruda, ese gordito un poco calvo, de ojos profundos y poseedor de todas las palabras, ése ante el cual yo me sentía con el mismo asombro de quien observa el mar)... no hubo caso. Me quedé con sus libros y olvidé rápido aquellas interpretaciones, protegiendo paradójicamente lo que tan hondo me llegaba de la voz, la tonalidad, del mismo artífice. Me quedé con el mismo mar, pero con su murmullo desde otra costa, por decirlo de algún modo.

¿Y si por cada poema, novela, pedazo de literatura, manual de instrucciones, artículo periodístico, graffiti callejero... por cualquier tipo de texto, grupo de palabras presentes en el mundo, existiera un intérprete excepcional, elegido (¿por quién? ¿por qué? ¿para qué?), un guardador de la clave justa, poseedor de la llave que abre la cerradura a la vestidura perfecta, al envoltorio musical preciso, de lo escrito, y que la mayoría de las veces no coincide con el autor? ¿Y si esta persona fuera anónimamente, en secreto, incluso para sí misma, la encargada de recrear esa correspondencia de signicantes y significados, de mantenerla en el tiempo, de encender cada tanto la llama que el conjunto conserva, y congregar los sutiles elementos que componen el milagro ante el cual el pensar y el sentir, y hasta la misma naturaleza, se muestran irresistiblemente expectantes, cautivos y contactados; desplegando poco o mucho de su poderosa influencia, reflejo, cometido?

Esto me lleva a pensar en las últimas páginas de aquella novela de Ray Bradbury (Fahrenheit 451), cuando el protagonista se topa en su huida de la fuerzas represoras de un Estado autoritario que ha decretado la abolición de los libros, entre otras expresiones y modos de ser relacionados con la libertad y capacidad de pensar por sí mismo, con esa especie de hombres-libros, que viven marginados del mundo, ocultos en las sombras y la selva, antiguos estudiosos, profesores de renombradas universidades, escritores, cuyo acto de rebeldía consistía en memorizar obras completas de autores de todos los tiempos para evitar que se pierdan para siempre en la constante quema de bibliotecas y las persecuciones a los lectores. "¿Le gustaría algún día, Montag, leer La República de Platón?", le pregunta durante el encuentro un viejo al nuevo transgresor: "¡Claro!", contesta éste sin dudarlo, entusiasmado. "Yo soy La República de Platón", es la respuesta.

Más adelante explican los personajes de Bradbury: "constituímos una extravagante minoría que clama en el desierto. Cuando la guerra haya terminado, tal vez podamos ser de alguna utilidad al mundo. (...) Somos miles, que van por los caminos, las vías férreas abandonadas, vagabundos por el exterior, bibliotecas por el interior. Al principio no se trató de un plan. Cada hombre tenía un libro que quería recordar, y así lo hizo.(...) No debemos sentirnos superiores a nadie en el mundo. Sólo somos sobrecubiertas para libros, sin valor intrínseco".

Esta ficción (¿anticipatoria?) nos lleva a un extremo y nos muestra otro paisaje. Acaso más humildemente, al comenzar estas líneas, pensaba en ése muchacho que una noche acompaña por primera vez a su casa a la chica de la que ha comenzado a enamorarse. Y a mitad de camino, entre otras cosas en el inventario que suele hacerse cuando dos personas comienzan a conocerse (y que casi siempre se suspende demasiado pronto, con amargas consecuencias casi siempre), él habla de sus lecturas, su pasión por la poesía, y entonces la chica le pide que recite algo, y claro, él tiene en su mente el poema que leyó una vez más esa misma tarde y la noche anterior pensando en ella, y en un arrebato deja que el valor brote desde el pecho entre la timidez y la melancolía, como una mano invisible, estirándose en voz hacia la muchacha que camina a su lado, mirándolo de reojo.

Y entonces el poema se desgrana palabra a palabra, verso a verso, sobre ella, que no puede ocultar su conmoción por lo que el poema dice y por cómo lo dice su compañero. Las palabras son directas, las imágenes y adjetivos parecen describirla, y cada verbo sale de él para recaer en ella. Mientras, el recitador siente que no está recitando, sino que esta hablándole por fin límpida y desnudamente a través de esas palabras, y que ojalá ella lo entienda. Siente también que han desaparecido los demás transeúntes, y que el mundo, la noche, se inclinan sobre ellos para observarlos y contenerlos, enlazados por la maravilla. Él terminará el poema justo con el último aliento, dejando escapar las sílabas finales como un motor que se detiene, un arma que acaba de disparar, la paloma que de nuevo levanta vuelo, corte de la ráfaga de viento impetuoso, labios cuya brasa se enfría, lengua de fuego que se enrolla de vuelta hacia el Espíritu. Ella lo mirará con los ojos grandes del encanto y reconocerá con una sonrisa que "sus piernas se aflojaron y la piel se le erizó, quedándose pegada a sus palabras". Él balbuceará cualquier cosa, sin saber muy bien que pasó. Más tarde, años, caminando tal vez ya sin ella, recitará una vez más a la noche el poema. Y la noche se seguirá deteniendo para escucharlo, negando que haya quedado atrás la primera vez que aquel muchacho y aquella chica hicieron el amor.



Fotografía: autor desconocido - Fuente: Internet

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