Taller de máscaras para el hombre invisible

Dos veces asistí a un taller literario. En un caso, duró una noche y quedó ahí. Rescato el momento compartido entre gente amante de la literatura y con inquietudes. El otro me resultó más interesante y dejó en mí de algún modo una huella más perdurable. No sé si esto tiene que ver con que yo era el único asistente.

Este taller fue una iniciativa que surgió de modo impensado en la universidad a la que concurría por entonces, cuando todavía podía ver en el Derecho un desafío estimulante. De pronto, por algún resquicio de aquel edificio de pasillos como patas, la invitación a compartir el disfrute por la literatura se coló en medio de los esfuerzos por los títulos académicos.

Una tarde, con timidez -como todo lo mío-, me acerqué hasta el módulo donde se darían por inauguradas las reuniones. Me atendió una secretaria joven, demasiado contenta de verme aparecer por ahí, me dijo que esperara, que en un segundo se desocupaba la coordinadora y, además, le dábamos un tiempito a los que estuvieran por llegar. Después de unos 20 minutos estuvo claro que no vendría nadie más, y la licenciada se decidió a desocuparse. Despidió a la visita y salió de la oficina para invitarme a pasar.

Aquella mujer regordeta, de baja estatura, cabello corto y vestidos amplios y largos, que parecía más nerviosa por mi presencia que por la escasez de respuesta de la convocatoria, me recibió muy amable en medio de un calor que le hacía brillar la cara redonda, como recién maquillada. En la pequeña oficina había un notable olor a perfumes o cremas florales, esos pulcros y esponjosos aromas que acompañan a las mujeres mayores arregladas. Hablamos, de mi historia en la calle ancha, que incluía desde mi DNI hasta mis serios proyectos de conocimientos que me llevaran a una exitosa salida laboral, a una pertenencia al mundo, y de lo otro, de esos callejones y alcantarillas adyacentes, de las páginas, los asombros transitados, de la intuición de la vastedad de ese llamado del que uno estaba siempre yendo y viniendo, como un placer necesario, pero insoportable, que sutraía del mundo y en su lugar abría un abanico de realidades bajo múltiples perspectivas. Hablamos mucho esa tarde. Ella me contó algo de su vida allá por Buenos Aires, sus inquietudes de joven alrededor de alguna revista literaria, la anécdota del cruce de refilón con Borges en algún llamado telefónico o al verlo pasar en sus caminatas desde la ventana. Me relató sus miedos durante la dictadura, el sonido cercano de los disparos, y pude imaginarla asustada, en la penumbra de una casa de techos altos y paredes mansas. Supe que aquella mujer sabía mucho más de lo que decía, lo advertí en sus ojos, en el rostro encendido cuando se hizo la chispa, y supe que era humilde y buena. Dos de los mejores dones que, pienso, uno puede recoger a las orillas de cualquier vida, pero que sobre todo deben aparecer entre el vaivén de las muchas letras. Siempre se me hicieron más admirables los espíritus que no pasaron de largo por ese fruto natural que, en definitiva, exige más riesgos que cualquier pirueta.

Fue un verdadero encuentro. Ese día no escribimos nada, ni me lleve ninguna consigna. Pero la satisfacción de haber hecho contacto me mantuvo ocupado durante la semana diseñando un cartel para que más estudiantes acudieran a esa oportunidad que me parecía imperdible. En mi mente no me resignaba a ser el único interesado, estaba seguro que habría muchos más en los rincones. La señora parsimoniosa había despertado mi entusiasmo literario. Creo que fue lo que hizo que quedara un rescoldo de aquella experiencia. Claro que también tuvo algo que ver la sonrisa con la que me despidió al final la secretaria, que varias veces se detuvo a escuchar lo que conversábamos, pero que se negó a sentarse con nosotros porque "la lectura no era para ella". Tratándose de mujeres, mis radares siempre se empeñaron en dar como señales favorables frases como esa.

Alcancé a asistir a cuatro reuniones más. Me resultaba simpático que la coordinadora en realidad nunca me esperara. Que a esa hora siempre hubiera alguien en su despacho charlando de cualquier cosa, o estuvieran la secretaria y ella merendando, o -como sucedió una vez- de pronto tuvieran las dos (con sus infaltables sonrisas nerviosas) que levantar rápido de sobre la mesa varias prendas de colores de esas que llevan por las oficinas las revendedoras de cartillas. Entre disculpas, esas mujeres me pedían comprensión y paciencia, y yo se las daba, al fin y al cabo, ellas hacían lo mismo con mi soledad insistente, como quien invita a un fantasma y después no sabe como deshacer el sortilegio. O más bien, termina aceptándolo entre las citas del día. Yo no me sentía desesperado, ni nada, elegía aparecerme, introducirme por ese hueco a un mundo que necesariamente debía estar de espaldas. Pero no sabía cuanto más podrían hacerme sitio. Ni tampoco cuanto más cedería yo a torturarlas.

La última vez, no fui el único. Ese día llegó una chica con un cuaderno espiralado conteniendo un largo poema, que leyó con voz segura. Y fue la primera ocasión en la que la coordinadora y yo casi no charlamos, y ella extrajo de una carpeta un ejercicio que parecía haber estado guardando mucho tiempo. Lo hicimos, la chica y yo, cada uno por su lado. Leímos lo escrito, dos miradas distintas, que la señora regordeta supo interpretar muy bien, confirmándome la primera impresión de que alguna vez, en la prehistoria de esos vestidos y perfumes floreados, entre las cartillas de productos y la llamada puntual del marido esperando en el auto en la puerta, anduvo alguien con la hondura y la locura, que sé yo, de una Alejandra Pizarnik. Me gustó lo que escribió mi flamante compañera. Ese atardecer, sentí que se cerraba un círculo. Que ya podía desaparecer. Algo así como librarlas (a ella y la secretaria que nunca dejo de sonreír). Y no volví más.

Además de las raras circunstancias en las que se dio el contento del encuentro, el rapto de entusiamo (aunque sea un rapto), conservé de aquel taller, y más, de mi coordinadora, una apreciación sobre mis escritos que nunca olvidé. Tras leerle en los comienzos un fragmento que había anotado en mi libreta camino a la solitaria clase, levantó los párpados ampulosos, muy maquillados, pensó un momento, y mirándome a los ojos me dijo: "escribís como si siempre estuvieras mirando al mismo lado, tus páginas miran siempre al mismo lado, tendrías que trabajar en eso". No supe muy bien que quería decirme, ella sólo conocía un par de mis escritos, no más, pero jamás me sentí tan "literariamente" descubierto. Se me quedó grabado como una verdad imborrable, que se hace presente cada vez que leo o releo lo que pude escribir durante todos estos años. Nadie vino a decirme que esa señora tenía razón, a confirmarme el diagnóstico, yo mismo asumí que hay en ese dictamen algo innegable y esencial, el defecto insalvable con el uno debe aprender a caminar, la marca que hace al rostro menos perfecto, pero reconocible.

Quizás porque me sentí tan destapado es que sólo esperé a que alguien me suplantara y no volví. No existió ni siquiera la intriga por una conclusión más precisa sobre el lado al que miraban todas mis páginas. No hizo falta. Meter el dedo en la llaga es un lugar común que acá no intentaré eludir con frases menos exactas. Me perdí por una hendidura. Regresé a mi esquina fantasma. Y a llevar, como todos, para afuera una máscara. Sólo que creo que a veces mi máscara, por la potencia de las obsesiones y angustias que permanecen iguales e invisibles, es doble, siempre inconclusa, endeble, evaporable.


Pintura: Fernando Botero - Título: "Leyendo" - Fuente: Internet

2 comentarios:

  1. Hola Javier! Soy Roixa, me comentaste el libro ilustrado de J Cortázar... (en julio del año pasado!) Como cambié el correo electrónico no había visto tu comentario... jejej lo siento! (más vale tarde que nunca!)

    me ha hecho muchísima ilusión tu comentario! Me alegra que hayas visto una buena relación imagen-historia, ya que me costó mucho! Sinceramente gracias!

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  2. Que bueno reencontrarte por aquí, cruzando el óceano! Sí, recuerdo haber andado por blog y haber quedado impresionado por la calidad de tu libro de ilustraciones sobre la obra de Cortázar "Instrucciones para subir una escalera". Adicto a recorrer librerías, no habría dejado pasar la oportunidad de llevarme tu trabajo de encontrarlo por aquí y dejarlo bien a mano en mi biblioteca.(¿Viste las fotografías de escaleras que Cortázar utilizó para ilustrar el texto "Del cuento breve y sus alrededores" en el primer tomo de "Último round"?, es interesante compararlas con la perspectiva que elegiste en tus representaciones.) Tus acrílicos aumentaron mi disfrute. Que este nuevo contacto sirva para felicitarte doblemente!

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