Pesadillas de la ciudad pacífica

Domingo por la noche en la ciudad pacífica. La gente, saliendo lentamente de misa sin encontrar la brisa que le amortigüe el agobio, comienza a desparramarse en distintas direcciones. El calor aplasta, el calor estampa una sensación salobre y rígida que se agudiza entre el asfalto y las paredes. Cuesta respirar. El encajonamiento se adhiere a la piel igual que las ropas; inútilmente el cuerpo lo rechaza, inútilmente espera una fuerza extraña que lo libere de la rigidez pegajosa. Se mira al cielo como a un falso cielo, como a una mezquina tapa, con nubes también mentirosas. Alguien o algo nos roba el agua y los vientos, y convierte esto en un caldero de día y de noche. La atenuada oscuridad se muestra inerme frente al ímpetu enemigo, la luna -obsoleta heroína- se esconde humillada bajo una nube de gasa. Nada nos trae alivio y todo no cesa transmitir la quemazón y el sopor resultado del dilatado asedio del sol, que ahora sólo descansa.

A las pocas cuadras la rebeldía contra el clima se evapora, o se pierde en algún húmedo bolsillo. En la ciudad pacífica no hay lugar para ésta, ni para ninguna otra muestra de rebeldía, fuera de las programadas. (- Pero si yo me quejaba por el calor que hace... - No importa, dónde dice eso, en qué pasacalle, en qué discurso, en qué formulario de recolección de firmas...) En la ciudad pacífica no hay lugar para ésta, ni para ninguna otra muestra de rebeldía, fuera de las programadas. Lo dijo el atildado locutor de un noticiero de la noche. Ése que no suda ni siquiera cuando miente.

Los bares y los locales de comida comienzan a llenarse. Otros conquistan un banco de plaza y de ahí no piensan moverse hasta que no refresque. Pocos caminan mirando las mismas vidrieras de siempre; pronto se agotan y desisten ante la fiebre que despiden cristales y baldosas. La mayoría son jóvenes y sonríen, alejados de toda noción sobre Quiroga, Varela o el Chacho Peñaloza; aunque algunos ya se estrenaron en el beso al caudillo. Alguien está pensando en ellos en este preciso momento, mientras se relame el bigote en bermudas de domingo. (- Es necesario que comprendan rápido que esta es tierra de tradiciones... Después de todo hasta el más indócil tarde o temprano...) Los jóvenes sonríen aparentemente distantes, distantes y distintos; luego -o a más tardar el lunes- serán el orgullo de esta concordia de caracteres apacibles y conformes, en lucha contra el puerto. (- No lo dije yo, lo dijo el último pasacalle).

Territorio pacífico. Aldeita de aceptación. Apacible, fraternal, aplacada. Donde nadie molesta a nadie. Salvo el más pobre al pobre, y el calor. Donde las rebeldías se evaporan o se guardan en un húmedo bolsillo, lejos de la mirada condenatoria del vecino o del irresistible carisma del "decididor". Y el calor, el calor lleva a todos a las confiterías o directo a la cama y permanece en las sábanas dificultando la escapatoria del sueño. La sana y popular escapatoria este día incandescente no se hace nada fácil, aun cuando "el ambiente" esté "tranquilo" y los cánidos se preparen para otra semana ocupada y provechosa. Queda por repartir la somnolencia general, preferible a la vigilia. Que nadie, oyeron bien, nadie moleste a nadie. Un viejo se para en medio de la calle y grita, seguramente trastornado por la quemazón y el vino: (- Esta noche sólo dormirán los muy extenuados, los rotos de dolor, los trabajados por una angustia infinita...) Un poco más allá, en una misma cuadra tres niños duermen arrebatados por el abandono y el cansancio (- Acaso un golpe de calor -comenta una señora) en la soledad indubitable de los portales de los locales comerciales en la noche de domingo. No hay sueño más confuso y pavoroso que este. Nada más perturbador, demencial. Y, sin embargo, en la ciudad pacífica, tres niños duermen arrebatados por el abandono y el cansancio (- Acaso un golpe...) en la soledad indubitable de los portales de los locales comerciales en la noche de domingo. Nadie, absolutamente nadie, los molesta, ni molesta a nadie.

Texto y foto: Javier Martínez
La fotografía que ilustra este artículo fue tomada en la entrada del Obispado de La Rioja. El texto, en cambio, surgió hace unos años y constituía el inicio de un libro con la temática y el estilo que ahí puede notarse. Sin embargo, la realidad que le dio origen y que de algún modo intenta describir, acaso lo más valioso de todo, continua vigente, se mantiene, aunque la ciudad haya experimentado notables transformaciones en aspectos como el edilicio y el demográfico. Por eso quisimos incluirlo aquí, por lo que queda aún en las palabras más allá de la rápida erosión del tiempo; por esa realidad amasada con dolor e indiferencia, más dura que la piedra.

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