Avatares de la Gripe A


Sin exagerar, agregó al canasto del supermercado un Lysoform, por las dudas; cambió el jabón de tocador de glicerina, con su color naranja, con su placentero aroma a cítricos, por el beige circunspecto de un jabón antibacterial con apenas una emanación indefinida; y también sin exagerar se dio una vuelta por el sector donde debería estar el alcohol en gel, como quien no quiere la cosa, sólo para comprobar que desde ya hace más de una semana permanecía agotado a causa de todos ésos a los que corresponde la palabreja que repiten periodistas, niños, locos y borrachos de cualquier parte del escalafón: "psicosis". En nuestro días, el primer reflejo, el más incipiente temblor en la geografía de la realidad, pasa antes por el consumo. Parece que todo cambio social es cambio en el consumo y, en definitiva, no pocas veces puede reducirse tan sólo a eso. En fin...

En los días siguientes, y sólo por las dudas, no pudo evitar acordarse, sin notorias diferencias, de Dios, la suerte, el destino, y la nunca bien ponderada madre que lo parió del compañero de trabajo que entre una lluvia de gotitas esparcidas desde su boca conectada a lo más profundo de su pecho silbante anunciaba compungido que parecía que no le bajaba la fiebre. Como amuletos, pronto la empresa proveyó barbijos y un gran pote de alcohol en gel. Fue efectivo: se sintió cuidado por los jefes, medianamente pertrechado, más seguro y afortunado que los transitaban expuestos más allá del mostrador, aunque todo esto tendió a relativizarlo. No fue necesario que su compañero faltara al trabajo, la fiebre desapareció, no era nada grave. Disminuyó la concurrencia con las vacaciones alargadas y los feriados sanitarios. No obstante, ambos optaron por pasar alcohol al mouse y al teclado al compartir el uso de la única computadora. Y, de recordarlo, siguieron aplicándoselo luego de dar la mano. La explicación resultaba obvia: "no lo hago por mí, sino por los de casa, los inocentes chicos, la frágil madre, la tía soltera, el perro inmunodeprimido. Ellos, pobrecitos, que culpa tienen..."

Transcurrió poco más de un mes. La ciudad zafó entre los escasos centros urbanos en lo que no se pudieron comprobar muertes por la peste y en los que los casos positivos y sospechosos no superaron la centena. El clima seco y cálido, el "solcito" al que nunca fue más oportuno llamar "el poncho de los pobres", sin duda habrá hecho lo suyo para que no pocos análgesicos y antivirus permanecieran en las farmacias, y pilas de envases de alcohol en gel rápidamente producido y repuesto por todas partes quedaran inmóviles a pesar del menor precio, y para que de una vez por todas se dejara en paz a los cerdos y se tomaran un respiro quienes reenvían mails conteniendo las últimas revelaciones sobre la conspiración tras el estornudo.

La inquietud se aplacó. Ya no se oye tanto "cuando aprenderemos, hacia dónde vamos, qué será del ser humano". Lamentaciones a un metro de distancia. Ya nadie se disculpa por dar un beso o lo convierte en un acto de supremo arrojo. De nuevo se disipa la niebla y el ángel exterminador nos deja para después sin dar explicaciones. "Todo aviso sirve", reflexionan incansables, pero sin poder evitar verse un poco decepcionados, los extremistas que luego de una rápida Revisión Técnica Obligatoria se encontraron aptos para encarar Juicio Final y viaje al más allá, en atractivo combo al que se suma la destrucción o envidia (o la envidia seguida de destrucción en el plan premiun) de incontables enemigos y no arrepentidos al alcance. También el representante de alguna incipiente tribu urbana guarda en el armario su esplendente mameluco plateado para una mejor ocasión, y vuelve a tomar mate con su frágil madre, la tía soltera y su perro inmunodeprimido.

Todo vuelve. El arrebato del tumulto, las obligaciones, de la velocidad y la compra-venta duró un instante y apenas si alteró las facciones de esta realidad imparable. El gesto humano de la fraternidad y el miedo vuelve a mezclarse y desaparecer bajo la máscara cotidiana. Vuelve a fragmentarse y debilitarse. Salimos, una vez más, de casa. El espectáculo del mundo nos recibe con los brazos abiertos y nuevamente domina las miradas. Despegamos por un rato, es cierto, entre geles y barbijos, religión y filosofía, encuentro y desamparo, coraje y valentía, razón y delirio, muros y caricias, higiene y barro. Vida y muerte definitivos. De vuelta nos adherimos, ahora sin nada que separe, tampoco sin que una nada. Infinitos. Interminables. Somos parte del show, que debe continuar. La cinta transportadora sin principio, ni final.

Comprobó todo esto. Terminó de pasarse el peine y se acomodó el nudo de la corbata. Despidió a su mujer en la puerta hasta diez horas más tarde. Mientras comenzaba a andar la vereda hacia la que muchas otras puertas como la suya daban y arrojaban en ese mismo momento hombres como él, que iban al trabajo, mujeres que hacían lo mismo o iniciaban desde la calle el aseo rutinario de la casa, niños con cara de sueño caminando presurosos al colegio, coches que saludaban con humo y ruido a la mañana, lamentó esta vez por última vez no haber encontrado el libro donde leyó lo revelador que sería someter en la sociedad moderna a una persona a un aislamiento tal que le impidiera tomar contacto con los artefactos de comunicaciones (teléfono, televisor, computadora, radio) por unos cuantos días, ni asistir a su trabajo, eventos o reuniones sociales. Creyó recordar que el autor de aquella reflexión concluía que posiblemente esa persona terminaría sufriendo una crisis o una alteración nerviosa, porque el hombre de hoy al perder contacto con su ser interior, y depender tanto de lo externo, no sabía ya estar solo.

En su mente, reconstruyó parte de sus propios razonamientos con el objeto de hacer presente para olvidar por fin después lo indispensable de aquella soledad para poder ir hacia los otros y poder ser con los otros. Y se dijo que el resultado de esa experiencia no variaría mucho si el aislamiento no comprendiera a una sola persona, sino a una familia, un barrio, una comunidad completa. Incapaz de seguir reteniendo las ideas en su mente y mucho menos de arribar a un desenlace convincente, terminó por trazar una línea imaginaria entre todo esto y los avatares de los últimos días. Como si se tratara del borrador de la nota que nunca escribiría sobre la Gripe A.


Foto: Oscar Monzón Moreno - Título: Soledad saturada - Fuente: Internet

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