Sirenas desde el mástil



La advertencia es clara, aunque me esfuerzo por hacer caso omiso: entre mi escritura y yo, o entre mis lecturas y yo, de tanto en tanto, muy seguido, aparece la cabeza de F., con una sonrisa amplia, apartando antes papeles y libros para recostarse en mi regazo y comenzar a exponerme la extensa cronología de sus viscisitudes, planes, deseos y sueños acumulados durante el día. Y los días de F. son largos, aunque uno se queda embobado observando las escenas que hace pasar en rápidos vagones de palabras, mientras se hace un bollito de pelo, se revienta un granito, o se toma de la punta de los pies como cuando tenía cinco años. F. tiene ahora diecinueve, descree de todo lo que no pueda definirse en un trazo, gráfico o una noche perfecta, y si dicen que yo tengo una linda sonrisa, ella tiene la sonrisa más hermosa del mundo.

O de pronto es P., con esos movimientos que aún no se ajustan a su cuerpo crecido de un salto, al igual que a sus trece años; con esa falta de mesura de sus miembros que contrasta con la suavidad interminable de la piel y los gestos de su cara de niña. P., que me interpone la enorme carpeta con sus trabajos de la escuela -figuras grandes, colores contrastantes, buen resumen de su ser concreto en el mundo- o que viene a "medir el afecto" que existe entre ella y yo (una cosa que inventamos) porque está segura de que si agarro los libros es porque estoy encabronado o resentido por algo. Y como no puedo esperar que me comprenda, o mejor, no me importa nada que me comprenda, me pongo a hacerle cosquillas o a dejar que me las haga. Siempre sale ganando.

O ya viene la Magui y (ojo, la Magui es una perra caniche que me recuerda mucho a un perro similar que tuve y al que amé hace muchos años) mete el hocico entre los libros y sin apartarme la mirada se recuesta en mi pecho exigiendo una caricia. Con la Magui no llegamos a tener un vínculo demasiado estrecho, repartida entre varios que se disputan su preferencia y en un mundo dominado por mujeres, creo que la tuvo clara desde el principio: cuidado con los hombres, nos quitan el lugar en la cama y dan extrañas órdenes, mezcla de alemán-riojano, cuando salimos más allá del alambrado. Y sin embargo, me esconde las hojas en las que escribo entre las patas o da vueltas riesgosamente ante la computadora, ídolo sagrado, para terminar depositando su invitación urgente: una pelotita llena de baba y barro. ¿Cómo hacerle llegar un reproche a su locura perruna: la lengua ansiosa y los ojos arrebatados por una sola obsesión, una alegría tan simple, fácil de complacer, una y otra vez?

O hace su ingreso L. Las cosas van mal allá fuera, siempre terminan en pelea, faltan reglas claras y la amistad es un sentimiento devaluado. Algo que a un líder de buen corazón como a él le cuesta aceptar. Con caminar pausado y las manos juntas, el montículo de partes regordetas que lo constituyen para acabar en la cumbre de su rostro hermoso, de hombrecito sabio, se dirige a la heladera y toma agua a grandes tragos. Como purificado, viene, se sienta al lado de donde leo o escribo, da un hondo suspiro, comprendo su desazón y no quiero que se sienta derrotado. Pongo una mano sobre el hombro del gigante-niño de diez años y me apresto a ser, del mejor modo posible, su amigo en esta tarde. Haremos una gomera y saldremos a medir nuestra puntería afuera, hablaremos de los juguetes a comprar apenas se pueda, o instalaremos un nuevo juego a la computadora. Y si el gigante sonríe, aunque no se haya escrito el cuento, todo está bien en el mundo.

Aparece la rubia, no mira muy amable. Ella está en el jardín sola afuera, yo debería estar cavando pozos, asegurando el alambrado, llevándole un mate mientras riega, o al menos viendo la forma de poner por fin en orden los números. En lugar de eso, me enredo en palabras aunque a veces esas palabras hablen del jardín, de la casa, de los árboles que plantamos, de lo mucho que la rubia me mete de sopetón en la vida alejándome del soñar despierto de mis juegos literarios o mi desenfrenada búsqueda en páginas ajenas. Y la amo también por eso, aunque me duela un poco y yo también me sienta a veces solo. Amo nuestras diferencias. Y me apasiona la practicidad que pone en todo, y todo le sale prolijito, y cómo de un par de zancadas o una sola mirada calcula lo que haga falta y, al mismo tiempo, me cuenta la historia de un mundo fantasmal paralelo, que ni siquiera yo miro, porque lo pienso y me estremezco. Como ella no vendrá, sino que hará sentir su distancia, soy esta vez yo el que deja papeles y libros y la sigue rogando a los Santos del Cielo que alumbren mi pensamiento y me hagan lo suficientemente hábil para no meter la pata, para que se note menos que apenas si manejo la moto y no entiendo nada de herramientas ni de financiamiento bancario.

Las noches que al abrir libros y computadora, al garabatear papeles bien tarde, ella no se inmutó, al contrario, me pidió que siguiera y que sólo la dejara dormir porque estaba agotada, y me despidió con una sonrisa lejana sin llamarme a su lado de la cama, esas noches -me jodí por ingenuo, por dar lugar a su cansancio y a mi avidez de palabras, pero también ya venía jodido de antes y qué podría haber hecho para evitarlo- su cuerpo y mi cuerpo dejaron de transmitirse el completo entendimiento en el silencio y el éxtasis final, inmóvil, alto; el te amo desprendido desde lo más directo, costoso, profundo; haciéndose leve, flotando en el placer, suspendido todo desencuentro en el encuentro remoto y nuevo, real y maravilloso, libre, irradiante y exacto. Esas noches de espaldas fueron un síntoma claro de que, terminada la leyenda, todo se estaba apagando. Aunque ella regresara con una sonrisa por la mañana.

Y hoy, solo, con F., con P., con L. y la rubia tan distantes de mis horas que no acaban nunca y componen el tiempo (el sudario) necesario para leer y escribir, rodeado de todos mis libros, la pantalla en un lugar privilegiado, interrumpido sólo a veces por la invasion de algún pariente que de soslayo viene a fijarse que no empuñe en mi contra ninguna palabra que pueda resultar demasiado filosa y punzante, que no se me ocurra hacer una soga con las hojas de los libros y pasármela al cuello, que no termine ahogando mi razón mientras navego en la computadora, irritado por sus miradas de guardianes preocupados (¿preocupados ahora, de qué, desde cuándo?) que acentúa más esta especie de vida carcelaria de la que no encuentro retorno, aún ahora la puerta se abre y por entre mis brazos rígidos, estirados sobre teclado, penetra la cabezota de una de las perras de la casa pidiéndome con movimientos una caricia y con los ojos, con los ojos pidiéndome algo, un mensaje familiar, repetido. A empujones consigo apartarla, sacarme de encima el encantamiento de su mirada en tierna llamada, amor puro, o compasión, ganas de romper mi soledad y hacerme compañia. Cosas que sólo los perros, los niños y la mujer que te ama saben, presienten antes que vos, y sobre vos mismo, que te pensás con las antenas más altas en contacto directo con excelsas claves, pero sin el menor secreto.

La advertencia es clara, aunque me esfuerzo por hacer caso omiso. Firme atadura a la vacuidad que antes se podía aflojar. Quien posee el secreto no necesita de claves. Me lo repito ahora. Ahora que acabo de procurarme sólo una nadería más.


Ecos: aquel poema de Borges que dice...

"Mis padres me engendraron
para el juego arriesgado y hermoso de la vida,
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida

no fue su joven voluntad. Mi mente
se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías".


Fotografía: autor desconocido - Escultura: autor desconocido - Fuente: Internet

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