Silbando bajito

A veces, como tantos otros, reniego de mi trabajo. Haber devenido admnistrativo tras el apasionante equilibrio entre las palabras y el tiempo, la incierta y electrizante tormenta de la comunicación de noticias -aún en medio de esta pequeña provincia donde apenas se forman algunas nubes de vez en cuando- no deja de ser un cachetazo que en algunas ocasiones se transforma en una verdadera patada. De pronto, mi ansiedad pasa por contar los días para que llegue el pago y que se cumpla así, una vez más, el rito de ganarse el pan y la banda ancha. Tras abandonar aturdido el recinto de papeles, voces acuciantes, llamadas, desencuentros, archivos, órdenes y contraórdenes, competencia, formales ires y venires, engranajes, callejones sin salida, precipicios, vericuetos, todo dentro de un gran embudo que va a parar al bendito, infalible, amenazante, sistema monitoreado desde las alturas, es inevitable... me ganan grandes dosis de desgano, de autocompasión, autoflagelación, sólida amargura a la que llevo de la mano y dejó en la puerta sólo para convertirme en un consumidor más, espantar las sombras un rato bajo las enceguecedoras luces de un local comercial, regresar a casa con un paquete que abrir y algo más que guardar. Mi alma, compacta, se encierra y dispara tras el cristal de una ventana contra el asedio de la tristeza. Dispara como sabe, con palabras, con libros, con ideas... Ser-hacer-tener, autoestima-capitalismo, necesidad-libertad, y Rilke susurrando sus consejos desde una "carta a un joven poeta" que cada más es él y no yo: "la soledad también es trabajo, jerarquía, profesión. ¿Por qué empeñarse en cambiar por defensa y desprecio la sabia incomprensión de un niño?... Su profesión es dura, lo sé, y se contradice plenamente con usted mismo; preveía sus quejas y sabía que vendrían... Las condiciones en que ahora tiene usted que vivir no se encuentra más pesadamente cargada de convencionalismos, prejuicios y errores que las otras condiciones... Ninguna hay lo suficientemente amplia como para relacionarse con las grandes cosas en la cuales consiste la vida verdadera". La vida verdadera...

Entonces, en medio del tiroteo entre el mundo y mi pobre yo acorralado, un toque en el hombro a tiempo basta.

Para estos momentos tan especiales nada como el viaje urbano y sus pantallazos, observar a los obreros cavar pozos y levantar paredes a las cuatro de la tarde, con el sol impiadoso en plena yerra, una botella ya caliente y el sandwich de jamón y queso a medias en un costado. O encontrarse fugazmente en una vereda con el recolector de residuos corriendo junto al camión, el rostro flaco jadeante, los ojos grandes y perdidos, la gorra hundida hasta las dudas y vergüenzas del comienzo, que quedaron atrás entre el entumecimiento y el vértigo. Verlo levantar una bolsa tras otra, sin mirar a nada y a nadie más que a lo que otros dejaron en la sombra y la boca grande del camión que se come su sudor entre los desperdicios. No digo tiempo, no digo sueños, no digo vida, porque esos no se entregan tan fácil, en muchos casos es en esos detalles, esos trastos, que se esconde "la chispa" que impulsa o se contrapone, y que de salvarse, salva, ya lo dijo el poeta.

Verlo y remontarse a la oficina, al cómodo sillón frente a la computadora, al bar y el aire acondicionado funcionando a pleno.

"Es cuando estás en la mala que te das cuenta que todo tiene dueño y de que hay cerraduras en todas las cosas", dice en ese preciso momento socarronamente Bukowski desde un costado, tirado en el suelo, entre un cesto con basura y la calle, y con una botella de vino al lado.

Ver al recolector intentando pasar por la cerradura y lográndolo apenas, a ese costo, todas las noches.

Sin más, la realidad levanta con una sola mano a "la vida verdadera" y la arroja al camión en marcha. Mi escenario de cowboy cae a pedazos con un soplo de humo del caño de escape. La dramática frustración es ahora sólo una pistolita de juguete desechable. Digo que no puede ser que aún existan empleos como ésos, pero ni yo me lo creo, y que deberían ser los mejores pagos, pero todos sabemos que no lo son. Y mis argumentos y quejas se van silbando bajito por la vereda, porque aunque tuvieran algo que decir, comprenden que los mandaría a la mismísima mierda apenas abrieran la boca.


Dibujo: autor desconocido / Fuente: Internet

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