Gente

El hombrecito se acerca desde el ciber. Yo salgo de hacer una llamada de las cabinas, que están un poco más acá. Es petiso, flaquito, los ojos saltones, se nota nervioso. Algo va a pedirme. Esa costumbre de la gente de mirarme la cara y enseguida extender una solicitud. Como si siempre estuviera detrás del mostrador de atención al público. Como si llevara una de esas remeritas de hiper: "En que lo puedo ayudar?"

"Amigo, me puede ayudar a poner en la compu la pelea de Maravilla Martínez?" Bueh, ya es el colmo. Pregunto como para zafar: "Y dónde está la compu? Porque ya me iba". "Aquí nomás, al fondo. Venga." Y el tipo que maneja el local está justo al lado, se hace el que no escucha y sigue con lo suyo, total que atienda yo. Lo miro a ver si entiende que debe intervenir, ofrecerse, liberarme, pero nada. "Sólo un minuto, amigo", ruega el hombrecito.

Y ahí voy, será algo en su mirada de ojos grandes, húmedos y claros, será esa forma de juntar las manos, será la vestimenta tan juvenil cuando ya está bastante canoso, entrado en años, será el pedido tan inesperado, será porque yo también vi a Maravilla Martínez con un amigo la noche anterior y hace mucho que no miraba box, y me acordé de cuando era chico y veíamos las peleas con mi tío hasta tarde en la noche, comiendo sobre la mesita rebatible esos bifes anchos que eran pura hombría y colesterol.

Ahí voy, sigo al hombrecito por el pasillo de máquinas, hasta la suya que está al final, en un box mínimo, medio escondido tras un pequeña puerta. Ahora pienso si no se tratará de algo raro. Si no voy a toparme con una página porno y "Maravilla Martínez" termine siendo una star de tetas gigantes, rubio platino, y voz doblada al español pidiendo "vamos tío, dame más", en medio de una lucha en el barro. Y entonces el hombrecito, chorreando babas... No, no quiero imaginármelo, ojalá que no...

Abro la puerta, hay entre el escritorio y el teclado una gaseosa muy fresca, dos superpanchos con todas las salsas caben apenas en el escritorio, y detrás de la máquina hay un pibito de unos diez años que le dice al hombrecito "papá". Entonces comprendo. Cierro el videojuego de carreras. Busco en Google la pelea. Me fijo en un video donde salga completa, no sólo la caída de Martínez en el último asalto, cuando parecía que lo perdía todo, pero ganó igual. Le explicó al hombrecito, que pone su mano sobre hombro del hijo, que he buscado el mejor video, el más largo, el de alta definición. El pibito me dice: "pero no hay sonido". Les enciendo los parlantes. Y con un bullicio entusiasta comienza el primer round...

Los dejo ahí, aliviados, contentos, cada uno con su pancho repleto, dispuestos a ver la pelea, padre hijo, padre e hijo de hoy juntos en un ciber, quizás él esté separado y este sea el tiempo que le toca, quizás le prometió al niño que verían la pelea comiendo panchos a como dé lugar. Quizás ya no hay hogar.

Camino hacia la salida. Voy satisfecho. Como suele suceder pese a todas mis reservas, mis reivindicaciones, mi rebeldía con esta cara de "atención al público, deposite su queja, pida que se le dará". Las 24 horas. Que más da. Pude ayudar. Y salió bien. Esos dos ahora disfrutan y comparte un momento de esos que no se pierden, o no deberían perderse nunca jamás.

Paso ante el empleado inmutable. Llego a la puerta. Entonces escucho los pasos. Me doy vuelta. El hombrecito viene corriendo desde el fondo, agitado. "Y ahora, qué paso?", me digo a mí mismo. Tal vez el video no funcionó, no era la pelea completa, la descarga es lenta, se cortó...

El hombrecito me mira con sus ojos saltones y junta otra vez las manos, antes de volver corriendo con el hijo que espera: "Amigo... Gracias, muchas gracias".

De nada. De nada. Qué culpa tengo yo!

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