El perro al que amo


Anoche vi Truman, película de coproducción argentina-española, protagonizada entre Ricardo Darín y Javier Cámara. Aparecía Darín (premiado por este papel), aparecía un enorme perro con cara de bueno, más melancólica aún que la del gran actor argentino, transcurría en España. Fue suficiente para elegirla sin la aprensión de llevarme un chasco. Al final fue más que eso. Terminó sorprendiéndome por distinta.
Yo creo que uno de los mejores elogios que puede recibir una obra -sea del arte que sea- es el haber logrado ser sugerente. Este mundo está demasiado poblado de cosas masticadas y remasticadas y vueltas a masticar y del ánimo de imponer interpretaciones que no son más que reinterpretaciones regurgitadas bajo determinados esquemas. Me fui a la mierda con el paralelo, pero bueno, se entiende. Truman es fresca (dijera cierto amigo al que el término le fascina y lo refresca), lo que era de esperar. Truman toca un tema profundo como la muerte, como la enfermedad terminal, como las despedidas -y en el medio la soledad, la amistad, el amor-, y lo hace sin abuso del golpe bajo, sin ceder tampoco a la ridícula pretensión de caer simpática a cómo dé lugar; torpeza en la que suelen derrapar algunos films tragicómicos norteamericanos, y no norteamericanos. Pero por sobre todas las cosas, Truman sugiere.

Confieso que llegué al final de la película preguntándome por el rol del perro. Porque hasta en el afiche el perro parece ser el centro de todo. Truman es el nombre del perro. Y sin embargo, uno se va dejando envolver en el ida y vuelta de los dos protagonistas, en ese vínculo perdurable y delicado, cómplice también al borde mismo del abismo. Ahí, donde existe el vaivén que en un instante nos eleva y al siguiente parece hundirnos infinitamente, ahí donde gira la moneda con las caras intercambiables de la trascendencia y esas ganas enormes de mandar todo a la mierda. Ese suspenso, Truman logra trasmitirlo, llena como está de pequeños detalles. Y es justo, porque es en los pequeños detalles que la vida y la muerte están siempre asomando sus caras más diáfanas.
Entonces nos perdemos en ese juego de espejos de los dos amigos acompañándose, yendo juntos a un bar, a una librería, al trabajo, a ver al hijo, al encuentro de viejos amigos y nuevos desconocidos. Prestándose plata, bromas, enojos, abrazos. Qué decir de esa imagen de extrema ternura cuando termina el día y esos dos hombres, cargados de dolor y de risas, se duermen uno junto al otro. Nos perdemos tanto en la humanidad de esos dos personajes, que cualquier expectativa de estar viendo algo parecido a Hachiko, aquella película también inolvidable con Richard Gere y el perrito japonés, se va desarticulando sin lamentos de nuestra parte, hinchas fervientes de los canes.
Mientras, lateralmente, Julián (Ricardo Darín) se asegura que Tomás (Javier Cámara) saque a pasear a Truman (por algo es el "tío") y Tomás por su parte se va preocupando cada vez más en la elección de un adoptante adecuado. Julián le advierte en una ocasión, al principio: "los perros tienen personalidad". Casi sin quererlo, Tomás termina asumiéndolo: "no estarás pensando dejar a Truman con esta mujer, es una racista". Pero el drama que atraviesan los amigos nos absorbe tanto, que el detalle de con quién se queda Truman parece un alivio pasajero.
Llega el desenlace. Y a la despedida se siguen anteponiendo los entrecruces y matices de la vida. Algo todavía va a pasar y los va a mostrar todavía más humanos, menos monolíticos. Especialmente a Tomás, que hasta entonces representaba la ecuanimidad, el distanciamiento moral, frente a los desbordes - a veces desesperados- de su amigo. La pregunta vuelve a repetirse: ¿Hasta dónde es auténtico el desapego de Julián, que se está muriendo? ¿Hasta que punto Tomás puede acompañarlo sin él mismo desbordarse? Tomás admira la valentía de Julián, presencia con qué rigor lo ha ido preparando todo ese hombre que enfrenta en forma descarnada a la muerte pero que no puede dormir solo. "Siempre te has atrevido con todo, como ahora". Julián sufre porque su ego sigue sin borrarse tanto como su empecinamiento quisiera, sin alcanzar la precisa sucesión de cierres apropiados. En medio de todo eso, Julián admira la generosidad de Tomás, que nunca pide nada a cambio. "Jamás pasás facturas. Sos generoso. Yo no".
En el último minuto, tras tensos momentos marcados por el silencio y las miradas, hay una vacilación. Muy leve, pero profunda. En el aeropuerto, cuando Julián al decir adiós mete sin solemnidad la mano en su bolsillo, no sé por qué pensé que sacaría el sobre con el dinero prestado y se lo devolvería al amigo, o una carta, gestos -al fin de cuentas- que demostrarían un último aferramiento a la vida. Me imaginaba tal vez, no sé por qué, un 'andate a la concha de la lora' liberador, tal vez por parte de los dos; digno, de pie frente a un mundo que casi siempre se las arregla para salirse por el lado de la afrenta, de la decepción, del abandono. De pie frente al olvido, el orgullo y la máquina de sacar cuentas, que -contradiciéndonos- sirven tan sólo para escamotearnos la esperanza y dejarnos sin cierre. Pero no. Julián hace algo más que nos habla de ¿su asunción total de la muerte? ¿su inmenso amor por la vida? ¿Será que ambas cosas se unen al final? ¿Será que eso es la sabiduría, y que la sabiduría es, en definitiva, generosidad?
Mirándolo a la cara, Julián le pide a Tomás que sostenga la correa, mete la mano en el bolsillo y saca los papeles de Truman, se los da. De ahí en más, será Tomás quien se quede con su perro. Ya todo está previsto. Como si fuera lo más natural, el oculto sentido, el cierre de cierres, se ha completado la transformación. El intercambio entre la generosa actitud de uno que no pide cuentas a su amigo y el otro que ha realizado una elección vital que puede sacudir la existencia que viene llevando y darle un escalón hacia una nueva luz.
Porque si la vida tiene el poder de cambiarnos, si la muerte también tiene ese poder, son las relaciones las que tienen el verdadero poder de transformarnos. Lo dice Julián al inicio, cuando ambos contraponen lo que han aprendido uno del otro desde la infancia: "Lo único que importa en la vida, son las relaciones: el amor, la familia, vos y yo, Truman y yo".
En fin. Después de ver Truman anoche me quede pensando. Y pensé largamente esta mañana, que es lo que logran las películas que apenas sugieren. Yo también tengo un perro al que amo como un hijo, que es el que mejor me conoce, y que ha acompañado como nadie mi largas rachas solitarias. Y si bien no tengo -por ahora- una enfermedad terminal en puerta, también un día me voy a terminar. Como todos, bah. Por eso o por cualquier otra cosa y quién sabe si no antes de que se acaben sus apacibles años perrunos.
Y entonces, si eso sucediera.
Si eso sucediera, la verdad que me gustaría fuera así. Así estaría bien. Habiendo encontrado al despedirme la mano segura de alguien en quien depositar, con plena confianza y prescindencia de todo lo demás, la correa de mi perro. Del perro al que amo.
Vean la película. Es buena. Es bella.

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