
La misma avenida sobre cuyo asfalto encontré esa carta de poker, el dos de corazones, que te mostré y luego guardé como señal innegable de que el mundo nos guiñaba un ojo; de que siendo tan amplio el universo, había decidido abarcarnos en una estrecha superficie y ponernos uno al lado del otro. De que nuestro encuentro era producto de un pase mágico de un prestidigitador bondadoso y supremo contra todo desamparo y acecho. Premio final que habíamos salido ganando por animarnos, por no claudicar, por reservarnos -aún luminosa- la esperanza como último naipe.
Unos metros y aparece la esquina donde doblando se encontraba el jardín de infantes que llenabas de risas, primeros pasos y canciones. Tu jardín, como no habrá otro igual, exactamente como ocurre con todo lo que alcanzas. Donde solíamos citarnos en las noches cálidas y hablar durante horas, dando fin a la jornada. Donde comenzamos a amarnos. Donde poco tiempo después iba a buscarte para abrazarte envuelta en tu guardapolvo de maestra, verde manzana con solapas anaranjadas. Y era tu pelo rubio un girasol en la mañana. Y era tu brillo alivio para mi sed de ternura. Confirmación que barría todos los males.
Al frente, la estación de servicio donde día a día por las madrugadas, entre hombres serios que leían el diario y se aprestaban para el trabajo, yo desayunaba solo, desvelado, con cara boba, transportado directamente desde tu lado, sin poder todavía despegarme de tu piel, tu aroma, el incansable viaje por tu cuerpo toda la noche. Y no sentía frío ni calor, ni la taza de café entre las manos, sino tu pelo. Y no decía buenos días, sino tu espalda. Y no miraba el noticiero, sino tu boca, y bostezaba las miradas y gestos que se quedaron sobre el sofá o entre las sábanas.
Señores, vengo de hacer el amor apasionada e infinitamente y no me importa más nada. Señores, hay escándalo en el ministerio, se reparten bolsones por las elecciones, debería empezar a preocuparme por mi sueldo, piscis carece de las debidas certidumbres planetarias, más tarde llamará una ex furiosa y tenazmente defraudada que me negará hasta lo poco que tengo -la honestidad de mis versos-, lo sé de sobra, pero amo a una mujer hermosa y ella me ha despedido con un abrazo luego de corretear a mis espaldas, y ahora adivino que se recuesta para soñarme todavía. Perdonen no la tristeza, sino esta felicidad en bloque y sorda. Hoy no admito pérdidas y ando sin bolsillos. Me dejé quien sabe donde los reproches. Perdí culpas y obligaciones, y me nacieron adhesiones y asentimientos. No me duele un solo hueso, y estuve también en el suelo cuando nos faltó la cama. Soy grande, radiante y licencioso, reflejo de ese sol que se levanta por encima del tropel de la ciudad y se toma su tiempo para acariciar, diáfano y resucitado. Errabundo redimido sin complicaciones ni mezquindades.
Un poco más allá, el kiosco donde antes de llegar te compraba alfajores y chocolates. Vos me esperabas con el café espeso, que siempre azucarabas de menos y yo tomaba sin decir nada. Llegar a vos, la casa de electrodomésticos, el ciber, la farmacia; llegar a vos, la casa bonita bajo cuyos árboles te besaba, la esquina por fin donde al principio, después de llamarte, a veces, medio a escondidas (porque aún no me conocían los chicos) te esperaba.
Y cruzando, tu edificio gris, por siempre nuevo. Planta baja, dos pisos arriba, el balcón de tu departamento. Y tu pelo, tu pelo que cae hacia mí como una bendición, como sólo la dicha se desliza un día de esos que la vida nos tiene destinados para salirse con la suya de forma definitiva. Tu sonrisa que baja directo a mi pecho, sin usar escaleras ni ascensores. Que se lanza a mis brazos desde el balcón, envuelta en una bienvenida y en alguna de tus bromas por la tardanza, por cualquier cosa, sólo por ser feliz. Y yo que no me doy cuenta de lo dichoso que soy, demasiado ocupado en ser simplemente dichoso. Ahora, parado ante la puerta con rejas, no te veré venir por el pasillo. Y la puerta no se abrirá. Sólo queda el balcón vacío y, a un costado, el sitio oscuro de la pequeña ventana que da a la habitación donde tanto amanecimos.
No me olvido: la cuadra hasta el parque, siempre abrazados, ese parque donde nos encontramos por primera vez una noche en que apenas dijimos hola comenzó a correr un viento fuerte que nos obligó a refugiarnos. El lugar donde siempre volvíamos, cada uno por su cuenta, durante las separaciones; y donde ya juntos íbamos a recordarnos y a marcar la continuidad de nuestro camino. El primer beso, que me dijiste te sacó alas.
El bar de la esquina, el almacén, el viejo mercado, las cabinas telefónicas, la disquería, por último, nuestra confitería, testigo de tantas charlas hasta bien entrada la noche, mientras hacíamos tiempo para volver a fundirnos en aquel cuarto.
Quise que todo quedara aquí escrito. Este recorrido que he vuelto a hacer solo y extraviado de vos. No he podido decir más, pero en cada paso lo he sentido y revivido. Será que este otoño de nuevo hace frío. Y yo tengo el alma húmeda y limpia, canas que antes no tenía, el cuerpo menos resistente y ágil, manos que no acarician ni abrazan desde hace mucho. Y me cuesta enarbolar la sonrisa. Pero sigo siendo irremediablemente el mismo, sobre estas piernas se sostiene la misma fe aquella, iguales trazos de esencia se entrecruzan en mí y me componen. Me bastó caminar estas calles para comprobarlo. Tanto, que en medio de las oleadas de tristeza, de la sucesión de tu ausencia, de a ratos volví a sentirme predestinado a la buena suerte, capaz de reencontrarte al paso siguiente, en abierto desafío al desconcierto y el puño cerrado.
Fue una hermosa historia. "Guardo tu abrazo en el corazón", dice tu último mensaje.
Me volví sin vos, pero conmigo como parte imprescriptible de este inventario.
Fotografía: autor desconocido - Fuente: Internet
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